En los años de la primera transición política española (conviene añadir el ordinal, ahora que parece que se prepara la segunda), Mercedes Milá entrevistaba al periodista Emilio Romero, en uno de aquellos programas televisivos realizados con la entonces original fórmula de entrevistas aderezadas con actuaciones musicales. Eran los tiempos del primer PSOE y de una televisión pública convenientemente modernizada por los hombres de Alfonso Guerra. La futura Gran Hermana intentaba acorralar al viejo periodista con toda clase de preguntas y repreguntas sobre su pasado franquista a cual más capciosa, pero Romero no sólo se le escapaba vivo una y otra vez sino que dejaba a la entrevistadora en una posición cada vez más comprometida con sus ácidas respuestas. De esta guisa transitaba el show cuando la Milá empezó a exhibir su cuidado repertorio de muecas, aspavientos y visajes, como única forma de contrarrestar el chaparrón que se le venía encima. Ese fue el momento en el que Emilio Romero le espetó aquella gloriosa frase, que debiera haber pasado a los anales de la televisión: “sí, sí, monina, no me pongas morritos”. Y ahí acabó la entrevista.
La anécdota puede servir para ilustrar dos cosas importantes. La primera es que cuando existen pocos medios de comunicación, el sesgo “progresista” en el tratamiento de la información es por lo general de un dominio aplastante. La otra es que, si uno quiere tener éxito cuando discute con un progre, lo último que hay que hacer es ponerse a la defensiva.
En los Estados Unidos, antes de la irrupción del cable, las controversias públicas se suscitaban únicamente entre partidarios de un progresismo moderado y de otro más radical; la opinión conservadora prácticamente no existía en el foro mediático (¿les suena de algo el panorama?). Ahora, sin embargo, la extraordinaria pluralidad informativa que permiten las nuevas tecnologías audiovisuales ha propiciado la irrupción de una generación de intelectuales y periodistas conservadores como Bill O’Reilly, Sean Hannity, Alan Colmes o Rush Limbaugh, con la cadena “Fox News” como buque insignia, capaces de galvanizar tras de sí a una opinión pública mayoritariamente de derechas que nunca antes estuvo representada con ese vigor en los medios informativos. Pero por encima de todos estos personajes, y en esto progres y de derechas están absolutamente de acuerdo, se alza la rubia, estilizada y bella figura de Ann Coulter.
No hay otro analista político en los Estados Unidos capaz de sacar de sus casillas a la intelectualidad progresista con tanta facilidad como ella. Las frases lapidarias con las que ridiculiza la inanidad de los iconos progresistas, su enorme inteligencia o su valentía a la hora de defender sus puntos de vista desde una perspectiva liberal-conservadora, hacen de Ann Coulter un fenómeno mediático ciertamente asombroso, pues aunque sus artículos periodísticos no aparecen en los grandes diarios -tiene una columna semanal en la publicación conservadora Human Events- su figura es una de las más conocidas, respetadas o temidas, según los casos, dentro del panorama mediático norteamericano. Sus libros se convierten sin excepción en grandes éxitos de ventas y su imagen ha sido portada en algunas de las publicaciones más influyentes, incluyendo la revista Time, quizás la de mayor tirada mundial, cuya portada le fue dedicada en el número correspondiente a la semana anterior.
Ann Coulter, licenciada con honores por la Universidad de Cornell, practicó la abogacía en New York antes de trasladarse a Washington para trabajar durante diez años en la Comisión Judicial del Senado, «donde ayudó a redactar las leyes del país. Ahora -cuenta el reportaje de Time- es mucho más poderosa, pues ayuda a darle a la nación su tono vital».
Las columnas de Ann Coulter son un prontuario excelente para habituarse a destrozar los tópicos progresistas sin perder el sentido del humor. «los progres aman a Norteamérica como O.J. Simpson a su mujer», escribía en una de ellas; «¿Quiere provocar a un progre? Hable bien de Norteamérica» o «la mejor forma de curar a alguien de izquierdas es obligarle a dejar la casa paterna, ponerle a trabajar y que empiece a pagar impuestos» son también algunos de sus consejos para sanear la sociedad. Para sanear a Michael Moore, en cambio, Coulter recomienda agua, jabón un buen afeitado y un traje decente. En cuanto al aborto, «uno puede extraer un bebé por entero excepto la cabeza -explica en esa entrevista-, agujerearle el cráneo, extraerle la masa encefálica y pronunciar que un derecho constitucional ha sido ejercitado, como dicen los progresistas. Uno no puede querer a gente como esta», Coulter demuestra por qué es la figura más odiada por la izquierda norteamericana: jamás actúa a la defensiva. Antes al contrario, fustiga a sus oponentes utilizando sus mismas armas dialécticas y no acepta, en ningún caso, la supuesta superioridad moral con la que la izquierda pretende imponer sus criterios antes de cualquier debate. Porque esa es la principal enseñanza que da a sus lectores para enfrentarse en las discusiones cotidianas con la progresía; dejar de pedir perdón por ser conservador.
En el caso de España, a menos que usted haya participado en la matanza de cinco mil civiles inocentes, como cierta momia comunista recientemente homenajeada, robado a espuertas el dinero público o haya sido condenado por crímenes de estado, recuerde bien esto en su próxima conversación sobre política: No existe absolutamente ninguna razón por la que tenga que estar a la defensiva.