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Óscar Elía

La amenaza del terrorismo crónico

El principal problema en la lucha contra el terrorismo es la debilidad moral de las sociedades occidentales.

Pocas veces el goteo de atentados –ejecutados o en grado de tentativa– en Occidente ha sido tan incesante como en los últimos meses. El ataque en Bengasi, las bombas en Boston y ahora el cruel asesinato de Londres han colocado el terrorismo en todas las portadas y titulares de manera casi permanente. Y sin embargo, pese a esta presencia diaria, no es difícil observar el hurto continuo del término terrorista. ¿Por qué, tras librar durante años la guerra contra el terrorismo, está Occidente desertando de ella incluso semánticamente? ¿Por qué ese empecinamiento en no denominar ataque terrorista a lo que, a todas luces, lo es?

Al menos tres causas, una histórica, otra sociológica y otra política, explican esta extraña actitud, que tiene algo de suicida.

En primer lugar, el 11-S y los atentados que le siguieron han extendido la idea de que sólo los macroatentados entran dentro de la categoría de terrorismo. Sabemos que no es así, porque el éxito del yihadismo en África y Asia estriba en ataques pequeños, personales, selectivos o al azar y enormemente crueles, que es lo que se está trasladando a nuestras calles. Los grandes ataques son sólo parte de la historia del terrorismo, pero Occidente sigue pensando en grandes complots organizados y financiados a escala mundial.

La identificación del terrorismo con grandes atentados con enormes destrozos y muchos muertos ha difuminado esta evidencia: la decapitación por azar de un soldado en una calle occidental conlleva, con toda justicia, más convulsión moral y psicológica que una bomba contra instalaciones emblemáticas, lo que, de todas maneras, no se puede descartar. Se olvida que el terror se mide no tanto por sus efectos físicos como por los morales. Y pocos hay más devastadores como el producido por la idea de ser objeto de un crimen como el que acaba de cometerse en Londres.

En segundo lugar, las sociedades del bienestar tienden al hedonismo. Que lleva al rechazo, siquiera mental y forzado, de las preocupaciones. La conciencia de que en cada ciudad europea se ocultan diez, cien, mil personas dispuestas a asesinar a cualquiera y en cualquier momento en nombre de Alá resulta, simplemente, difícil de soportar para una sociedad poco dada al sufrimiento y las dificultades. Razón por la cual tiende a buscar otras causas que enmascaren el carácter islamista de cada crimen, o se retrasa tal certeza obsesivamente. Ocurrió en Boston y ha ocurrido en Londres: mientras las pruebas apuntaban a los yihadistas, la sociedad miraba hacia otro lado. La realidad se muestra excesivamente dura.

Hay un tercer elemento, puramente politico-estratégico: la urgencia del presidente Obama por acabar con la guerra contra el terrorismo de Bush llevó a la Casa Blanca a decretar su final con la muerte de Ben Laden. Fin del terrorista saudí, fin del terrorismo islamista y fin del terrorismo son, desde entonces, una única cosa. Ya antes, la matanza de Fort Hood, al grito de "Alá es grande", se achacó a un loco, obviándose primero, y minusvalorándose después, el hecho de que lo hacía invocando, precisamente, a Alá. Después, en Bengasi y en Boston, la Administración Obama tuvo que elegir entre lo del fin del terrorismo y lo que los hechos mostraban. Eligió lo primero y contribuyó a la confusión al evitar usar la palabra terrorismo.

Pese a que no se ajusta al ideal terrorista, pese al rechazo occidental a lo real y pese al cambio estratégico operado en la Casa Blanca, lo cierto es que el terrorismo islamista sigue existiendo. Que los terroristas no hayan pasado por un campo de entrenamiento en Yemen o Pakistán no los hace menos letales; que no reciban financiación ni instrucciones de Al Qaeda no los hace, en la época de las mezquitas-garaje y los foros de internet, lobos solitarios; y que un grupo yihadista no reivindique los crímenes desde Bagdad o Kabul no significa que no exista una comunidad yihadista internacional que, ahora como antes, busque asesinar occidentales.

Aquí el cambio es notable, y mucho más peligroso: poco a poco, mediante un incidente aquí y un incidente allá, y ante la suicida ceguera de los medios y los Gobiernos occidentales, corremos el peligro de acostumbrarnos a un terrorismo crónico: una suma de ataques continuos, un goteo de sucesos sangrientos que los países no se atrevan a afrontar, aterrados por las consecuencias y las obligaciones derivadas de ello.

La actitud, en fin, del criminal de Londres, tan cercana al "Vosotros amáis la vida, nosotros amamos la muerte", recuerda el principal problema en la lucha contra el terrorismo: la debilidad moral de las sociedades occidentales a la hora de enfrentarse a esta forma de totalitarismo.

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