El otro día una manifestación multitudinaria de demócratas de todas las clases –no de falangistas, como apuntó Romeva en el Parlamento de Cataluña a pesar de que, al parecer, no tiene ni un pelo de tonto, aunque le patine la mandarina– desfiló por Barcelona bajo el lema "Paremos el golpe separatista". ¡Cuánta razón tenían esos ciudadanos! Porque lo que se viene preparando por los nacionalistas catalanes es verdaderamente un golpe al Estado para adentrarse en la desmembración de España.
La teoría de ese golpe al Estado es sutil: se presenta como una afirmación democrática, aunque no respete ninguno de los requisitos homologables para ello, y se moviliza con ímpetu sin que encuentre ningún freno rotundo a sus pretensiones. Lo primero ha sido resaltado muchas veces, pues las urnas sin la ley –es decir, sin la garantía jurídica de los derechos individuales, en especial para los disidentes, y de los procedimientos– no son democracia. Son como aquel referéndum que convocó Franco en 1966, cuando yo era todavía un joven recién salido de la adolescencia, en el que el sí masivo no tuvo oposición pública alguna, a pesar de lo cual algunos se atrevieron a decirle no a Su Excelencia. Basta para apreciarlo lo que ocurrió el 9-N, aquella consulta en la que ni hubo censo, ni requisitos de edad o nacionalidad para votar, ni escrutadores designados por sorteo, ni administración electoral, ni urnas inviolables ni nada que pudiera considerarse propio de una consulta democrática.
Y lo segundo se ha evidenciado estos días con motivo de las sentencias del TSJ catalán y del Tribunal Supremo sobre los encausados por aquel atropello. Aunque, todo hay que decirlo, éstas han estado determinadas por la renuncia del fiscal a acusar a los implicados por malversación de caudales públicos, pese a que emplearon generosamente los dineros de la Generalitat a su antojo sin base legal alguna. Ya se ve que el Estado, o más bien su Gobierno, al que el fiscal está jerárquicamente sometido, no quiso que la sangre llegara al río y procuró que todo quedara en un pellizco de monja. Eso sí, un pellizco envuelto en grandilocuentes apelaciones al cumplimiento de la ley, a eso del que la hace la paga y a otras zarandajas de similar naturaleza, todas ellas orientadas a ocultar la terrible verdad que los manifestantes de Barcelona supieron resumir en su lema: que en este país no existe la voluntad política de hacer cumplir las leyes en materia secesionista y que, por tanto, el golpe al Estado está servido, de manera que sólo hay que esperar a que sus actores decidan representarlo.
El ya expresidente del Tribunal Constitucional Francisco Pérez de los Cobos lo señaló con claridad en su discurso de despedida al resaltar que esa institución no va a poder sujetar las desobediencias conducentes a la secesión de Cataluña. No lo explicitó, pero su discurso fue un torpedo certero en la línea de flotación de la política promovida en la legislatura anterior por la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, según la cual bastaba con poner a trabajar a los jueces para detener el ímpetu secesionista. Ya lo vemos: los jueces no sólo no han sido capaces de hacerlo, sino que ahora, por voz autorizada, reconocen su impotencia. Se veía venir porque los nacionalistas no han puesto el freno a su escalada verbal y factual, acumulando actos de desobediencia al TC, coartando la libertad de los diputados disidentes en el Parlament y sumando irregularidades en el manejo de los dineros públicos. Y tal vez por eso la señora vicepresidenta ha reculado hacia eso que llama diálogo –aunque no se sepa ni con quién ni acerca de qué se conversa–, amagando, eso sí, con el empleo del artículo 155 de la Constitución si la cosa se tuerce. Un nuevo engaño, porque ese artículo no está pensado para el supuesto secesionista, cosa que sí ocurre con el 116. Pero, claro, nadie quiere asumir que, como señala la ley orgánica correspondiente,
cuando se produzca o amenace producirse una insurrección o acto de fuerza contra la soberanía o independencia de España, su integridad territorial o el ordenamiento constitucional, que no pueda resolverse por otros medios, el Gobierno (…) podrá proponer al Congreso de los Diputados la declaración de estado de sitio. [La negrilla es mía, no del Boletín Oficial del Estado].
Un Estado desarmado es, como dijo Manolo Summers en aquella memorable película de mediados de los sesenta, La niña de luto, "como un jardín sin flores o un matrimonio sin hijos", no es nada, y todo su poder se disuelve como un azucarillo. Yo lo vi en una ocasión, cuando asistí in situ a aquel memorable acontecimiento que fue el derribo del Muro de Berlín. Por eso, si con los manifestantes de Barcelona queremos parar el golpe separatista, lo primero que habrá que hacer es volver a pertrecharlo con las instituciones jurídicas, los instrumentos y la voluntad política que son necesarios para ello. Lo malo es que no sabemos muy bien quiénes serán los llamados a hacerlo, pues en la Ciudad Condal no vimos ni a García Albiol, ni a Rivera ni a otros dirigentes superiores de esos partidos a los que, hasta ahora, considerábamos defensores de la Constitución.