El secuestro terrorista tiene una modalidad mucho más frecuente que la toma de rehenes con objetivos políticos. Se trata de capturar personas para pedir por ellas sustanciosos rescates con los que financiar las actividades de las organizaciones armadas. En España, este tipo de secuestro terrorista fue muy utilizado por ETA entre mediados de la década de 1970 y la segunda mitad de la de los ochenta, aunque fue 2004 el último año en el que se produjo una acción de esta naturaleza. Por cierto, que ETA obtuvo un excelente rendimiento con los rescates pagados por las familias de los secuestrados, de manera que, en euros actuales, se pueden cifrar éstos en algo más de cien millones, lo que equivale a casi dos tercios de los resultados de sus actividades de extorsión. Lo mismo ocurrió en Colombia, donde las FARC se sirvieron de él con regularidad, en los años setenta y ochenta, para obtener cerca de un tercio del total de su financiación, aunque posteriormente fue decayendo a favor de la extorsión a narcotraficantes, actividad ésta mucho más rentable y de menor riesgo. Y más recientemente tenemos el caso de Al Qaeda del Magreb Islámico –uno de las principales grupos terroristas implicados en la guerra de Mali–, que ha explotado profusamente la industria del secuestro, de manera que, según las estimaciones más solventes, ha podido obtener de ella unos 65 millones de euros en diez años, desde 2003. Por cierto, que, al parecer, el Gobierno de España ha sido su mejor cliente, con una aportación superior a veinte millones, aproximadamente un tercio del total.
Un aspecto esencial del secuestro de finalidad económica es que, con demasiada frecuencia, apenas merece la censura de las sociedades afectadas por él. Tal ha sido el caso de España, donde el pago de rescates a ETA no ha recibido ningún reproche penal –pues siempre se ha acudido a la figura jurídica del estado de necesidad– e incluso, en no pocos casos, ha sido facilitado por algún partido político de la órbita democrática. Más aún, cuando los secuestrados españoles lo han sido por organizaciones extranjeras, han sido los servicios diplomáticos del Gobierno español los que han llevado las riendas de la negociación y el pago de los rescates. En esto, España no se ha apartado de la práctica común a otros países europeos, como Italia, Austria, Suiza o Alemania, aunque sí de la doctrina seguida por Francia y el Reino Unido, países éstos que, quizás porque disponen de unidades especializadas en sus Fuerzas Armadas, han preferido intentar liberar a sus ciudadanos secuestrados, no siempre con éxito, antes que pagar por ellos. No sorprende, en consecuencia, que un país como Argelia –seguramente el que, en el norte de África, más ha sufrido el terrorismo– haya promovido en Naciones Unidas una prohibición del pago de rescates; o que Estado Unidos –quizás el país más comprometido del mundo en la lucha contra el terrorismo islamista– reprochara oficialmente a España, en septiembre de 2010, su descuidada actitud al respecto.
Los estudios sobre la economía del terrorismo han aportado bastante luz acerca de este tipo de asuntos. En ellos se muestra que las políticas antiterroristas son capaces de introducir cambios relevantes en la orientación de las acciones terroristas. Todd Sandler, profesor de la Universidad de Texas en Dallas y uno de sus principales cultivadores, señaló, por ejemplo, que la adopción de los detectores de metales en los aeropuertos durante los años ochenta ocasionó que se redujeran los secuestros aéreos, aunque ese mismo cambio en los incentivos que orientan a las organizaciones armadas implicó un desplazamiento de las acciones terroristas internacionales hacia la toma de rehenes y otros tipos de incidentes. Asimismo, el reforzamiento de la seguridad en las legaciones diplomáticas redujo los ataques a las embajadas, pero no evitó que aumentaran los asesinatos de sus funcionarios fuera de ellas. Todo ello viene a señalar que esas organizaciones tratan de ejercer la violencia por el procedimiento menos costoso para ellas y proyectar así sus reivindicaciones políticas. De hecho, señala Sandler, durante el decenio mencionado tuvo lugar una sustitución entre diferentes tipos de acciones terroristas, sin que el número total de atentados se viera afectado, pues se mantuvo bastante estable a lo largo del tiempo.
Dicho de otra manera, las organizaciones terroristas orientan sus acciones hacia los objetivos más fáciles, en los que la resistencia que enfrentar o el riesgo para sus militantes es menor, siempre bajo la condición de que esas acciones tengan una proyección política notoria. Puede decirse, por tanto, que su comportamiento obedece a un principio de racionalidad económica en el que minimizan los costes por unidad de resultado político.
Pues bien, lo relevante en este asunto es que las políticas que despliegan los Gobiernos para enfrentarse al terrorismo influyen sobre las condiciones de riesgo y los incentivos en función de los cuales actúan los terroristas. Y esa influencia puede ser positiva para reducir algunas de sus acciones o, por el contrario, puede acabar potenciándolas. El caso de los secuestros es un buen ejemplo de ello.
En efecto, la investigación del ya mencionado profesor Todd Sandler, junto a Patrick T. Brandt, sobre los secuestros terroristas que tuvieron lugar entre 1968 y 2005 lo deja bien claro. Sus conclusiones, muy acordes, por cierto, con lo que intuye la sabiduría convencional, señalan que cuando los Gobiernos ceden a las demandas de las organizaciones terroristas, bien pagando rescates por los secuestrados, bien intercambiándolos por presos, ello conduce a la realización de nuevos secuestros. Concretamente, los resultados cuantitativos obtenidos por estos investigadores indican que tendrán lugar 2,62 nuevos secuestros en el futuro por cada cesión realizada en el pasado. Esta es, a la luz de los datos, la peor opción que maneja la política antiterrorista, aunque las demás tampoco son halagüeñas. Así, cuando los secuestros concluyen con un rescate violento por parte de los Gobiernos tienen lugar 1,18 nuevas acciones en el futuro; y cuando los incidentes se cierran con la muerte de los rehenes, la cifra futura desciende hasta 0,47, aunque sigue siendo positiva.
Los secuestros, como puede verse, tienen siempre una mala solución para la política antiterrorista. Pero no por ello se puede ocultar que, desde una perspectiva preventiva que trate de afianzar la seguridad futura, lo peor es ceder a las exigencias de las organizaciones terroristas, negociando con ellas el pago de rescates o el intercambio de prisioneros. En consecuencia, no cabe ninguna duda acerca de la errónea política que ha seguido el Gobierno español en este tipo de asuntos, tanto en el frente interno como en el exterior. En éste, ahora que se afronta un conflicto armado en Mali, liderado por Francia, se abre la oportunidad para realizar un cambio doctrinal y material, no sólo aportando ayuda militar a la coalición antiterrorista, sino mediante la preparación de unidades, en nuestras Fuerzas Armadas, capaces de emprender operaciones de rescate en países lejanos.
Lea también "Secuestro terrorista (1). Rehenes".