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Mikel Buesa

Parar el golpe

Debemos desconfiar de los políticos que, de manera taxativa, dicen que lo de Cataluña no va a ocurrir pero no son capaces de señalar cómo no va a ocurrir.

Debemos desconfiar de los políticos que, de manera taxativa, dicen que lo de Cataluña no va a ocurrir pero no son capaces de señalar cómo no va a ocurrir.
EFE

Llegados a este punto, a menos de tres meses de que se perpetre el golpe al Estado por los nacionalistas catalanes, lo que queda es prepararse para pararlo. Dejaremos para cuando todo haya acabado el reparto de responsabilidades, pues no todo cabe atribuirlo a esa colección de fuerzas independentistas que han encontrado su oportunidad para intentarlo. También ha habido por parte de los partidos llamémosles constitucionalistas errores de bulto, que van desde la minusvaloración de la capacidad de los secesionistas hasta el miedo a dejar de hablarles con suavidad para no herir sus sentimientos —mientras ellos se pasaban los nuestros por el forro—, pasando por la tecnocrática y falsa creencia de que el asunto es sólo cuestión de los tribunales o por la elaboración de un confuso discurso federalista que no conduce a ninguna parte conocida pero que, al parecer de sus promotores, es como el bálsamo de Fierabrás. De lo que ahora se trata es de parar el golpe, pues es nítida la voluntad política de llevarlo a efecto, aun cuando pueda haber más casos de cobardía como el del consejero Baiget —más atento a conservar su patrimonio que sus principios— o de compañeros de aventura que están "hasta los huevos".

En los medios de comunicación y en algunas declaraciones públicas de políticos sin responsabilidad de gobierno —pues Rajoy para esto es una tumba— se ha especulado con que la última ratio para todo este asunto sería o bien la aplicación del artículo 155 de la Constitución, para intervenir la autonomía de Cataluña y suspenderla parcialmente, o bien declararlo como situación de interés para la seguridad nacional y, en virtud de ello, poner a los Mossos d'Esquadra bajo las órdenes del delegado del Gobierno en la región. Otros, como yo y, más recientemente, el catedrático de Derecho Constitucional Jorge de Esteban, hemos hecho referencia al artículo 116 de la Carta Magna, relativo a los estados excepcionales que obligan a suspender las garantías constitucionales. Cuál vaya a ser la manera concreta, la vía jurídica, a través de la cual el Gobierno tenga la intención de parar el golpe, no lo sabemos. Pero lo que sí conocemos, pues para eso está la historia, es que los golpes al Estado no se frenan sólo porque haya leyes, tribunales y fuerzas policiales o militares. Es necesaria una voluntad política irrefrenable para poner en juego tales medios. Se requiere asimismo el apoyo de los partidos y de la población, no sólo para su puesta en acción, también para aceptar las consecuencias —sin duda desagradables— que el empleo de la violencia legítima necesariamente producirá. Y se necesita inteligencia y habilidad para conducir esa violencia, en el menor tiempo posible, al logro del objetivo deseado.

Sin embargo, eso no es todo. Hay que contar también con que los nacionalistas no son estúpidos; con que, entre ellos, hay suficiente patriotismo como para que estén dispuestos a llegar hasta el final; y también con que cuentan con medios para que ese final satisfaga sus deseos. Es fácil decir que se pone a las fuerzas policiales bajo el mando del delegado del Gobierno, pero bien puede ocurrir que sus miembros sean leales a las autoridades de la Generalitat. Es también fácil pensar que, tomadas las medidas excepcionales que se tomen, los funcionarios se supeditarán al poder Estado; pero eso está por ver, pues entre ellos hay sin duda numerosos secesionistas. Y sobre todo es fácil considerar que, en una sociedad dividida y polarizada en torno a la independencia como la catalana, no vaya a haber iniciativas civiles para defenderla, incluso con armas.

Todo esto parece que nadie lo tiene en cuenta, o que se prefiere que no existiera. Pero está ahí, como la experiencia histórica demuestra. El último golpe de Estado que se vivió en Cataluña —como, por otra parte, en el resto de España— fue el del 18 de julio de 1936. Entonces hubo fuerzas militares que se volvieron contra la República y, en Cataluña, contra la Generalitat. También hubo militares que defendieron al régimen republicano. Lo mismo hicieron, en el caso catalán, las fuerzas policiales —mossos, guardias de asalto y guardias civiles—, muy capazmente dirigidas por el comisario general de Orden Público de la Generalitat. Y se armó una milicia popular, dirigida por la CNT y la FAI, que llegó a movilizar a 30.000 combatientes. El asunto, como todos sabemos, se resolvió contra los mejor armados, los que contaban con la artillería y el equipo pesado pero que carecieron de suficiente competencia en el mando. Hubo además muchos factores fortuitos, imposibles de prever, en aquellos combates que apenas duraron dos días: heroísmo, inteligencia, lealtad, fuerza, visión táctica, azar, voluntad política.

La lección de aquel embate es sencilla: la suerte no está echada y nadie puede decir, razonablemente, cuál vaya a ser el resultado final. Por eso debemos desconfiar de los políticos que, de manera taxativa, dicen que lo de Cataluña no va a ocurrir pero no son capaces de señalar cómo no va a ocurrir. A ellos cabe recordarles la sentencia escrita, en Macbeth, por William Shakespeare:

Si puedes ver en las semillas del tiempo,
y decir qué grano germinará y cuál no,
entonces háblame.

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