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Mikel Buesa

Lo que queda de Ermua

Ermua fue el lamento de una sociedad civil horrorizada, es cierto, pero también fue la movilización de la sociedad civil para dar legitimidad al Estado en su tarea de derrotar a ETA.

Tres lustros han transcurrido desde que, en aquel aciago doce de julio, fue asesinado Miguel Ángel Blanco. La angustia de los días previos, en las dos jornadas que duró su secuestro, quedó entonces brutalmente resuelta. De aquellas horas conservo una fotografía del rostro de Miguel Ángel, en la que se adivinan las huellas de los muchos besos que, en un signo de solidaridad, dejaron mujeres de bocas pintadas, y se leen los mensajes con los que decenas de personas trataron de expresar su apoyo a Miguel Ángel, compartiendo su sufrimiento. Cuando observo ese retrato, evoco siempre el pasaje escrito por Antonio Muñoz Molina en el que describe la fotografía de otro perseguido por el totalitarismo, Willi Münzenberg, de la siguiente manera: "Mira en ella directamente a los ojos, quizás con un punto de extravío y anticipada desesperación, con la tristeza que tienen los muertos en las fotos, los testigos de una verdad terrible".

Miguel Ángel Blanco fue, en efecto, testigo enmudecido y doliente del Mal que impregna a ETA, como a las demás organizaciones terroristas. Un Mal que ha de ser escrito con mayúscula porque designa la voluntad de unos hombres para decidir, por razones políticas, acerca de la vida y la muerte de otros y, por tanto, para romper el vínculo esencial de solidaridad que nos une entre nosotros a los seres humanos y nos permite esperar, en cualquier circunstancia, el respeto, la ayuda y el amparo de los demás. El terrorismo ataca a personas inocentes que son elegidas, a veces al azar y en otras ocasiones por su adscripción a un grupo, con independencia de cuáles puedan haber sido o no sus actos. Las víctimas del terrorismo son así testigos del Mal por su conciencia de no haber incurrido en culpabilidad alguna y no ser merecedoras del terrible castigo al que se les somete. Miguel Ángel fue, sin duda, el paradigma de esa inocencia.

En aquellos días una buena parte de la sociedad española tomó conciencia cabal de ese testimonio a través de una movilización sin precedentes que se extendió de norte a sur, de este a oeste, hasta los más recónditos lugares de nuestra geografía. El epicentro estaba en Ermua, pero por todas partes surgieron grupos de personas, jóvenes y viejos, mujeres y hombres, que reclamaban la libertad para Miguel Ángel a la vez que apoyaban la firmeza del Gobierno para que no se diera la menor razón a ETA, cediendo a sus exigencias. Fue entonces cuando, en España, anidó la convicción de que el combate contra el terrorismo ha de perseguir su derrota, y de que para ello son imprescindibles no sólo la fuerza y el derecho, sino también el apoyo de la sociedad civil.

Lo que entonces se designó como "el espíritu de Ermua" fue precisamente esto último. Ermua fue el lamento de una sociedad civil horrorizada, es cierto, pero también fue la movilización de la sociedad civil para dar legitimidad al Estado en su tarea de derrotar a ETA. Ese espíritu se canalizó y se preservó a través de varias organizaciones que, con un esfuerzo digno de encomio, fueron capaces de expresarlo durante varios años: el Foro Ermua, primero, Basta ya, más tarde, la Fundación para la Libertad, después; entidades todas ellas nacidas en el País Vasco que luego fueron complementadas por una importante diversidad de asociaciones surgidas en todas las regiones de España. El movimiento cívico se convirtió así en una de las tres patas que sostenían la política antiterrorista del Gobierno. Su presidente en la época, José María Aznar, tuvo la claridad de juicio suficiente para comprender que, a pesar de las críticas que muchas veces recibía, el papel de ese movimiento era crucial para la legitimación de un Estado que necesitaba no sólo reprimir a los integrantes de ETA y a los que, desde múltiples instancias, le servían de soporte político, ideológico y económico, sino también crear nuevas normas jurídicas que reforzaran la capacidad del Estado de Derecho para defenderse de una violencia orientada hacia su destrucción. Estado y sociedad civil se complementaban, de esta manera, en un asunto crucial para la política española.

El acceso al poder de José Luís Rodríguez Zapatero trastocó radicalmente este esquema. El nuevo presidente renunció rápidamente al objetivo de la derrota de ETA para pasar a negociar políticamente con ella; y, de manera inmediata, trató de desactivar a las organizaciones que había sido capaces de articular la movilización ciudadana. Lo logró sin demasiado esfuerzo en el caso de Basta ya –tal vez porque sus principales dirigentes eran miembros o simpatizantes del partido socialista–, pero no pudo doblegar al Foro Ermua –que en aquel momento aglutinaba, además, a una multiplicidad de asociaciones cívicas ajenas al País Vasco– o a la Fundación para la Libertad –cuyo trabajo estaba más centrado en la reflexión intelectual y en preservar los delgados hilos que aún conectaban entre sí a los constitucionalistas–.

El papel del movimiento cívico, unido al de las asociaciones de víctimas, fue crucial para expresar la oposición social a unos trasiegos políticos entre Zapatero y ETA de los que se derivaban tanto el desarme del Estado, como la injusticia para quienes habían sufrido directamente las consecuencias de la violencia. Y también para evitar que ese proyecto acabara triunfando, dando así la razón a la organización terrorista.

Ese movimiento se vació en la oposición a la política de negociación con ETA, de manera que cuando, en su segunda legislatura, Zapatero se alejó del proyecto original, apenas pudo remontar y, de hecho, perdió gran parte de su influencia moral sobre la sociedad española. De Ermua ya no quedaba casi nada, aunque las huellas de aquella emoción vertida para salvar a Miguel Ángel Blanco se hayan mantenido imborrables en el espíritu de los muchos millones de personas que, desde entonces, asumieron para sí mismas la causa de las víctimas del terrorismo; una causa que reclama sin cesar la justicia y que repudia a ETA y a todos los que alientan o justifican su violencia. De esas huellas hay todavía testimonio en los estudios sociológicos, de manera que es una aplastante mayoría de los españoles la que se opone a que los gobiernos sean condescendientes con los terroristas y la que exige aún hoy su derrota.

Esta constante de la sociedad española tiene, sin embargo, una fisura profunda en el País Vasco, donde el cansancio, la cobardía y la degradación moral han acabado derrotando a los que se oponían al terrorismo, dejándolos como una minoría silente que hoy apenas se hace visible en las encuestas. Esta minoría de vascos es hoy nuestra única esperanza. De ello debiera tomar nota el gobierno que preside Rajoy, pues, si como ya se visualiza en el horizonte político, el embate del nacionalismo independentista va a ser irrefrenable, entonces la necesitará para volver a legitimar el sostenimiento de la unidad de España. No obstante, puede ocurrir que, cuando llegue el momento, el vacío sea la única respuesta porque los rescoldos de Ermua se hayan apagado definitivamente.

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