La descentralización ha llegado en España muy lejos, de manera que en estos últimos años más de un 35 por ciento del gasto público lo vienen ejecutando las Comunidades Autónomas. Una simple comparación con los Estados federales de la Unión Europea señala que nuestro país supera en diez puntos porcentuales el promedio que esa ratio alcanza en éstos. Pero más allá de este argumento cuantitativo, lo que se ha venido constatando en estos tiempos de crisis es que la estructuración de las Administraciones Públicas resulta disfuncional con respecto a las necesidades de la política económica.
Así, por una parte, el Estado central ha disminuido su papel de tal manera —sólo es responsable de una quinta parte del gasto total— que apenas le quedan recursos para el desarrollo de políticas discrecionales; y cuando éstas se han emprendido con intensidad, como ocurrió durante los gobiernos de Zapatero, ello ha sido a costa de un incremento desmesurado del endeudamiento público.
Por otro lado, las Comunidades Autónomas han inscrito su expansión en una estrategia de emulación de las funciones estatales cuyo resultado no ha sido otro que el de su hipertrofia —singularmente en lo que al empleo público se refiere— y su permanente incapacidad para financiarse con los recursos disponibles. Esa estrategia emergió de las pretensiones nacionalistas en Cataluña y el País Vasco y fue sorprendentemente imitada en las demás regiones con independencia de cuál fuera el partido que las gobernara.
Y a todo ello se añade que, debido al difícil equilibrio político que emerge de nuestro sistema electoral, en el que los partidos nacionalistas juegan un papel arbitral por el que se cobran abundantes réditos, el Estado ha renunciado, en la práctica, al ejercicio de sus competencias coordinadoras y armonizadoras, así como a su papel para disciplinar el gasto de las demás Administraciones.
Este sistema político-administrativo ha llegado a su límite. La crisis ha puesto dramáticamente de relieve que, en condiciones normales, la economía española no puede generar los recursos suficientes para sostenerlo. Y si ello no se ha sabido antes es, sencillamente, porque la expansión de los ingresos fiscales asociada a la burbuja inmobiliaria ocultó, tras la euforia especulativa, la realidad que ahora se muestra con toda su crudeza.
No sorprende, por ello, que cuando el Gobierno de Rajoy, por la fuerza del déficit acumulado, se ha visto impelido a plantear una severa senda de consolidación fiscal, haya tenido que señalar a las Comunidades Autónomas para imponerles un esfuerzo de dimensión importante y de ejecución ineludible. No entraré a valorar ahora si ha sido o no acertada la decisión del presidente para hacer, por este año, más parsimonioso el ajuste que se exige desde el programa europeo de estabilidad —y, por tanto, para atemperar su impacto sobre los gobiernos autonómicos—, pues, aunque no me inclino a elogiarla, creo que la respuesta a esta cuestión sólo se podrá obtener a partir de los datos que nos depare el futuro.
Más importante me parece, en este momento, entrar a discutir si la estrategia establecida por el Gobierno es la más adecuada para solucionar el problema de la hipertrofia autonómica. De acuerdo con las más bien parcas declaraciones del presidente Rajoy en sus intervenciones parlamentarias, parece que esa estrategia se vertebra sobre dos ejes normativos fuertes —por un lado, el de los Presupuestos Generales del Estado y, por otro, el de la Ley de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera—, así como sobre actuaciones de menor calado en materia de supresión de duplicidades competenciales —que parece fiar a la voluntad política de los gobiernos regionales— y de afirmación de la unidad del mercado nacional.
Una estrategia así puede tener un recorrido más o menos largo, dependiendo de la firmeza que muestre el Gobierno en su consecución. La inflexibilidad ante los déficit en las cuentas autonómicas que, de momento, defiende con vehemencia el ministro de Hacienda, pudiera quebrarse si las exigencias nacionalistas, tanto en Cataluña como en el País Vasco, acaban introduciendo una fisura independentista en la arena política. Y también si la dirección nacional del Partido Popular no logra apaciguar completamente los descontentos que han surgido en sus filas regionales, en las Comunidades Autónomas donde gobierna.
Además, la Ley de estabilidad presupuestaria, pese a la aparente consistencia de sus principios y de la robustez de sus procedimientos preventivos y correctivos —según se muestra en el proyecto remitido al Congreso—, contiene también elementos de discrecionalidad que pueden debilitar su aplicación al encarrilar dentro del tráfico político la apreciación de las situaciones de excepcionalidad que pudieran justificar una ampliación del déficit aceptable —como, por ejemplo, el impacto de las catástrofes naturales, las situaciones de emergencia o las coyunturas recesivas de la economía—. En definitiva, el equilibrio de las cuentas públicas acabará dependiendo de los acuerdos que, en cada momento, pudieran adoptarse en el Congreso de los Diputados para establecer una interpretación más o menos flexible del principio de estabilidad presupuestaria. Y ya sabemos que tales acuerdos no responden a la rigidez de las leyes económicas sino a la más sutil conveniencia que se deriva de los procesos electorales.
En resumen, la estrategia que, según parece, va a seguir el presidente Rajoy para afrontar el problema autonómico, más allá de las convicciones y de la voluntad política que, por ahora, muestra su promotor, puede no ser suficiente, especialmente en el largo plazo. Ello quiere decir que, aunque en lo inmediato se atenúen las tensiones financieras de las Administraciones Públicas y su déficit se encarrile hacia la senda europea, el problema de la inestabilidad presupuestaria asociada a las pretensiones expansivas del poder autonómico puede volverse a reproducir. Y en estas circunstancias, sería razonable que el Partido Popular se embarcara en un proyecto de reforma del Estado autonómico con una perspectiva de largo alcance que permitiera replantear la distribución territorial del poder, precisando sus límites. Tal reforma requiere un cambio constitucional para determinar lo que el Título VIII de nuestra carta magna dejó indefinido, y para establecer unas reglas del juego que incentiven la lealtad institucional y repudien los comportamientos oportunistas de quienes promueven la fragmentación de España.+
El Sr. Buesa Blanco es catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Complutense de Madrid. Miembro del panel de Opinión de Libertad Digital.