El Instituto Nacional de Estadística ha publicado recientemente su proyección de la población española para los diez próximos años. Esta proyección se realiza teniendo en cuenta las tendencias demográficas que se han ido perfilando en los últimos años, así como algunas hipótesis razonables acerca de las diferentes variables, entre las que son cruciales tanto la natalidad como los movimientos migratorios. El panorama que emerge del estudio estadístico es ciertamente preocupante: la población española, que empezó a disminuir en 2012, va a seguir haciéndolo al menos hasta 2023, de manera que en una década se habrán perdido 2,6 millones de habitantes.
Las causas de esta dinámica tan negativa hay que buscarlas tanto dentro como fuera de la sociedad española. Por una parte, nos enfrentamos a una natalidad decreciente, de manera que, como ya viene ocurriendo desde 2009, las nuevas generaciones de españoles que entran en la vida son cada vez más pequeñas. Así, si el año pasado tuvimos un poco más de 450.000 nacimientos, dentro de una década estaremos por debajo de los 340.000. Y lo malo es que, siendo la mortalidad relativamente constante -en tormo a las 405.000 personas-, es muy probable que, a lo más tardar dentro de cuatro años, los nacidos sean menos que los que fallecen. Y, por otro lado, no se va a contar con la aportación exterior de la inmigración extranjera. De hecho, como consecuencia de la crisis, desde 2010 asistimos a un saldo exterior negativo, pues son muchos menos los foráneos que vienen a España que los que, nacionales o extranjeros, abandonan el país en busca de mejores oportunidades.
En definitiva, España está viendo que su población disminuye, y con ello se empequeñece el tamaño de su mercado. Además, como fruto de esa dinámica -y también de unas condiciones ambientales, sanitarias y sociales que alargan la vida-, la población envejece. De esta manera, si ahora viven en el país 54 personas mayores de 65 años por cada cien en edad de trabajar, dentro de una década se prevé que esa ratio haya aumentado hasta 86. Se comprende, entonces, que en muy poco tiempo nos vamos a enfrentar a un severo problema para financiar el sistema de pensiones con las cotizaciones de los activos, incluso en el caso de que todos los que están en edad laboral encontraran empleo.
Este último problema ha llamado mucho la atención y ha suscitado la preocupación de los políticos, dando lugar a un cambio en el sistema de pensiones, aunque el calendario de su adopción se ha demorado en exceso, pues el actual Gobierno no ha querido modificar la previsión -a mi modo de ver desmesuradamente optimista- que, al respecto, hizo el de Zapatero. Este es el motivo por el que Rajoy ha preferido modificar las reglas de cálculo y revalorización de las pensiones a través de un enrevesado factor de sostenibilidad, de difícil comprensión.
Pero, más allá de la cuestión de las pensiones, el debate sobre la población en la sociedad española es casi inexistente. Ello es así principalmente porque, aunque pueda resultar paradójico en un país todavía embebido de los valores familiares, hablar de la población requiere hacer referencia, ineludiblemente, a la cuestión de la familia y del papel de la mujer dentro de ella. La corrección política ha hecho de éste un tema rechazado por la izquierda y soslayado por la derecha. Y, sin embargo, el núcleo del problema poblacional, que no es otro que el de la bajísima natalidad existente en el país, se encuentra incardinado dentro de las relaciones familiares.
La tasa de natalidad española se sitúa actualmente por debajo del 10 por mil. Es inferior a la media europea, como ocurre con unos cuantos países que comparten esta posición. Pero lo relevante no es esto, sino que si alcanzara un nivel similar al de las naciones que, como Suecia, Noruega, Finlandia y Dinamarca, desarrollan activas políticas familiares, entonces el número de nacimientos sería en España superior en unos 80.000 a los actuales. Con una natalidad promedio del 11,5 por mil -que es la que corresponde a los países mencionados- el número de nacimientos superaría todos los años los 500.000; es decir, unas cien mil unidades más que el número de muertes. El problema demográfico no estaría así enteramente resuelto, pero en todo caso no tendría los tintes de dramatismo que ahora lo impregnan.
¿En qué consisten esas políticas familiares que se desarrollan en los países nórdicos? Pues esencialmente en favorecer la continuidad de las carreras profesionales de las mujeres haciendo que la maternidad no suponga un obstáculo para ellas. Los elementos que juegan un papel relevante en este terreno son, por una parte, los subsidios para el cuidado de los hijos; por otra, la protección jurídica de la continuidad en el empleo una vez transcurrida la etapa de maternidad, y, finalmente, las facilidades para la formación y el reciclaje con objeto de obtener las habilidades que se requieren para esa continuidad.
Las políticas de esa naturaleza cuentan con el aval económico de su favorable contribución al crecimiento en las naciones que las promueven, tal como ha mostrado el profesor Peter Lindert, de la Universidad de California, en la extensa revisión histórica que, bajo el título de El ascenso del sector público, ha realizado acerca del papel del gasto social en las economías desarrolladas. Lindert muestra que el coste de estas políticas familiares se sitúa en el entorno del uno por ciento del PIB -un coste que, en España, podría asumirse, sin incrementar el gasto público, a partir de la reordenación competencial de las Administraciones Públicas para eliminar sus redundancias- y que sus efectos positivos en el crecimiento se derivan de de dos circunstancias: una, que "las mujeres muestran mayor propensión a tener una oferta de trabajo más elástica que la de los hombres", lo que hace que los incentivos dirigidos a ellas generen más trabajo y mayores rentas que si se orientaran hacia estos últimos; y dos, que "los beneficios de las políticas de capacitación son más prometedores en el caso de las mujeres" debido a que éstas son más receptivas que los hombres.
En consecuencia, una política social centrada en las mujeres y, más específicamente, en la facilitación de su papel reproductivo en la sociedad cuenta con el aval de la experiencia internacional tanto en el terreno demográfico como en el del desarrollo económico. Es pues la hora de que, en España, se asimile esa experiencia y se abandonen los prejuicios ideológicos acerca del papel de la familia en la sociedad, para afrontar los severos problemas que, en los años venideros, nos va a plantear nuestra demografía.