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Mikel Buesa

El Molt Honorable ya tiene quien le escriba

Lo mismo que el coronel colombiano, el Molt Honorable se ha quedado sin nada; a ambos les han dejado 'in albis'.

Lo mismo que el coronel colombiano, el Molt Honorable se ha quedado sin nada; a ambos les han dejado 'in albis'.

Se esperaba desde hace casi dos meses y, por fin, la carta ha llegado a su destino. El Molt Honorable ya tiene quien le escriba. No le pasará como a aquel coronel que combatió a las órdenes de Aureliano Buendía durante la Guerra de los Mil Días y que se pasó toda una vida, según contó Gabriel García Márquez en la segunda de sus novelas, esperando la misiva en la que se le había de comunicar su derecho a percibir una pensión como veterano de ese conflicto civil. A Artur Mas ya le han escrito y no le veremos encaminarse hacia la estafeta de correos, todos los viernes, como aquel coronel, para preguntar si ha llegado carta de la capital. Le ha escrito nada menos que el presidente del Gobierno, y sin embargo no le ha dicho nada, no le ha dicho ni sí ni no, sino todo lo contrario. Lo mismo que el coronel colombiano, el Molt Honorable se ha quedado sin nada; a ambos les han dejado in albis, uno sin su emolumento, el otro sin su consulta popular.

El caso es que de la carta de Rajoy se esperaba mucho más. Y no sólo por parte del dirigente catalán, también por parte de los ciudadanos españoles preocupados por el empuje de la deriva secesionista hoy afincada en Cataluña. Se esperaba más porque, en este período histórico que nos ha tocado vivir, la política se juega en la arena de la comunicación de masas. Ya no valen las discretas gestiones, las conversaciones secretas, los murmullos en los pasillos del Congreso o en los alfombrados salones de La Moncloa. No vale el decir y no decir, el juego de la ambigüedad al que tan dado es el presidente español. Su hacer me recuerda al de otro insigne político gallego, Pío Cabanillas, al que Leonardo Sciascia, en sus Horas de España, describió como un individuo "de astucia indescifrable, vocación tenaz para todo tipo de poder [y] capacidad infinita para la mistificación". El escritor siciliano, por cierto, añadió a continuación que Cabanillas ­-hoy diríamos que Rajoy- "ha subido, ha subido: y a veces dando la impresión falsa de que bajaba".

Rajoy desdeña la claridad, huye de una opinión pública alertada por lo que no puede ser interpretado de otra forma que como el ascenso de la radicalidad nacionalista. Son ellos, los nacionalistas, los que se han puesto ya por encima del imperio de la ley; los que han hecho de las sentencias del Tribunal Supremo relativas a la educación un papel mojado; los que han obligado al ministro de Hacienda a tirar a la papelera las reglas de la estabilidad presupuestaria; los que, apelando a algo tan caro a todos los autoritarismos como son los sentimientos identitarios, están falsificando los principios democráticos, los derechos y libertades que se consagran en nuestra Constitución. Y frente a ello no es suficiente la evocación del "respeto al marco jurídico que a todos nos protege y que a todos los vincula", como hace Rajoy, ni la apelación al "diálogo como forma de resolver las diferencias políticas". Hay que ir mucho más allá y enfangarse en el debate ideológico.

El Gobierno de España se encuentra, en todo esto, inerme. No ha sido capaz de elaborar un discurso con el que oponerse a las pretensiones del nacionalismo catalán. El partido que lo sustenta da continuas muestras, en Cataluña, de su debilidad ideológica. No ha sido, por ejemplo, capaz de responder a la falacia del déficit fiscal y su lideresa, Alicia Sánchez Camacho, se ha apuntado cuantas veces ha tenido ocasión a la falsa tesis de que la Generalitat tiene una financiación peor que la de los demás Gobiernos regionales. Y tampoco ha salido nunca al paso de discurso sobre las bondades de la secesión, de la peregrina idea de que la independencia va a hacer ricos a los catalanes, les va a asegurar sus pensiones si están jubilados, les va a sacar del desempleo si están parados o les va a rebajar los costes de sus hipotecas si necesitan comprarse un piso. No se le pida a Sánchez Camacho que discuta de todo esto porque carece de los recursos y la capacidad para entrar en el debate con los muy preparados voceros de la secesión.

Rajoy, Camacho y los demás dirigentes del PP parece que no aprendieron nada durante el anterior embate del independentismo, cuando Ibarretxe emprendió su plan para proclamar la soberanía de Euskadi. Hace de esto más de una década. Y en aquel entonces también gobernaban los populares bajo el liderazgo de Aznar. Éste no se arrellanó en los soportales de La Moncloa ni esperó a que escampara tras la tormenta. Todo lo contrario: intervino en el debate, promovió los estudios académicos acerca del problema de la secesión, hizo una eficaz política de comunicación, convocó a las organizaciones cívicas vascas que se oponían al nacionalismo y, sobre todo, mostró la fortaleza del Estado frente a los que pretenden destruirlo.

Es esa fortaleza la que ahora necesita apuntalarse. Todavía queda tiempo, poco tiempo, porque los plazos son cada día más perentorios. Tal vez Rajoy, si cambia en esto radicalmente su política, lo logre. Si así fuera, podremos rememorar como premonitorio el diálogo que escribiera García Márquez en su novela cuando, tras apelar el coronel a la "esperanza de elecciones", el médico le dijo:

No seas ingenuo, coronel. Ya nosotros estamos muy grandes para esperar al Mesías.

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