La nuestra es, sin duda, una época revisionista. Uno tras otro vemos desvanecerse los viejos valores y se marchitan las instituciones como si el otoño también determinara su inevitable final. Lo hemos comprobado este pasado domingo en Cataluña, donde el Estado se ha evaporado y ha dejado así de existir España en aquel territorio mientras la calle celebraba su aquelarre nacionalista y el Gobierno dejaba hacer, ante la indiferencia de jueces, fiscales y el Tribunal Constitucional. Tiempo habrá de analizar con sosiego esta evanescencia que alumbra un Estado fracasado, el Reino fallido de España, y de repartir a quienes toca las responsabilidades. Por el momento, a mí me basta evocar la singular proximidad con la que hace un cuarto de siglo pude vivir, porque estaba allí, al pie del Muro de Berlín, el momento en el que se diluía otro Estado, éste al parecer mucho más poderoso, y con él todo un sistema político. Porque, como ha recordado Norman Davies en sus Reinos desaparecidos, "tarde o temprano acaba cayendo el golpe final". El poeta Thomas Gray, a quien Davies cita oportunamente, lo escribió así, allá por 1751, en su Elegía sobre un cementerio de aldea:
El orgullo de la heráldica, la pompa del poder
y toda la belleza que hubiera producido aquella riqueza
aguardan por igual la hora ineluctable:
las sendas de gloria no llevan más que a la tumba.
Pero nos queda la memoria, ese enorme recipiente al que acuden los historiadores para enseñarnos el pasado y extraer de él las lecciones que tal vez nunca debimos olvidar. La memoria y los documentos en los que cristaliza constituyen la materia prima esencial sobre la que construir el porvenir. Lo recordó hace ya muchos años Américo Castro en Sobre el nombre y el quién de los españoles, una obra que tal vez hoy conviniera releer: "Saber quién se ha sido equivale a saber con qué se cuenta al ir a poner la proa hacia el futuro". Por eso me parece preocupante la noticia que hace unos días encontraba hueco en la prensa digital, según la cual Google ha empezado a eliminar de su buscador las noticias sobre ETA invocando el derecho al olvido. Este derecho, derivado de la legislación europea de protección de datos, está a punto de causar estragos en nuestro conocimiento sobre el terrorismo mientras, una vez más, esta vez desde el Ministerio del Interior, se contempla el acontecimiento sin el menor pestañeo. Uno hubiera esperado del ministro Fernández Díaz algún tipo de reacción, más aún cuando ahora se encuentra empeñado en la construcción de un memorial de las víctimas del terrorismo dentro de la sede, abandonada y ruinosa, del Banco de España en Vitoria.
Ese memorial, para el que se prevé una inversión de seis millones de euros, constituye un arcano, aunque algo se nos va filtrando a las víctimas del terrorismo acerca de su contenido, lo que nos hace temer que se convierta en una cueva de los horrores, en un artificio de feria destinado a contentar, precisamente, a quienes más interesados están en diluir la memoria de ETA. Al ministro Fernández Díaz se le podría haber ocurrido dedicar una pequeña parte de aquella cifra a reunir la hemeroteca electrónica de cuantas noticias ha publicado la prensa española acerca de esta organización terrorista. Pero no; no es tal la preocupación del ministro. Y la verdad es que no me sorprende porque basta pasearse por la página web de su Ministerio para darse cuenta de que, como ya ocurriera en las dos legislaturas anteriores con sus predecesores, el tema que nos ocupa carece para esos políticos del menor interés. Uno añora en esto la labor que realizó Cayetano González en los tiempos en los que Jaime Mayor Oreja dirigía la política antiterrorista. Pero son tiempos pasados, desvanecidos de la memoria colectiva.
Esto de borrar la memoria a instancia de quienes han pertenecido a ETA o se han posado sobre sus aledaños, incluso para realizar suculentos negocios, las más de las veces fraudulentos, viene de lejos. Allá por marzo de 2011, sólo dos meses después de que la editorial Planeta publicara mi libro ETA, S.A., en el que, entre otras cosas, se hablaba de esos negocios y sus protagonistas, recibí un mensaje de mi editora en el que me comunicaba la existencia de una amenaza de querella por parte de algunos de éstos por considerarse agraviados por una información que, por otra parte, era pública y notoria para quien estuviera al tanto de los asuntos de ETA a través de la prensa. Por aquel entonces no existía el derecho al olvido, pero daba igual. Mi editora me decía que habían llegado a un acuerdo con los reclamantes para destruir la edición. Y así fue: 3.400 ejemplares fueron condenados a la guillotina sin que nadie se inmutara.
La pérdida de la memoria colectiva apenas altera a quienes la experimentan. Todo ocurre como si nada hubiera pasado. Más aún, como si el pasado desfigurara el apacible presente, en el que no tenemos que preguntarnos cómo hemos llegado a él. A veces hay algún Zavalita que, como en la Conversación en La Catedral, la magistral novela de Mario Vargas Llosa, se pregunta en qué momento se jodió esto o lo otro y acaba concluyendo "frente al Hotel Crillón (o en cualquier otra parte): todos jodidos … no hay solución". Y no es que el mundo conspire contra nosotros o que los que ostentan el poder se vean impelidos a engañarnos más allá de lo habitual. Lo que ocurre es que tenemos que vivir y para vivir no son necesarias, al parecer de muchos, de casi todos, las convicciones, los principios, los valores, la historia. Más bien, todo lo contrario. Por ello, el lector me disculpará que concluya con una nueva cita, esta vez de otra soberbia novela, la de Juan Marsé Un día volveré, cuyas páginas se cierran con ella:
Hoy ya no creemos en nada, nos están cocinando a todos en la olla podrida del olvido, porque el olvido es una estrategia del vivir –si bien algunos por si acaso, aún mantenemos el dedo en el gatillo de la memoria…