A lo largo del último año la cuestión del final del terrorismo ha ido adquiriendo un interés creciente en Colombia. El proceso de negociación establecido entre las FARC y el Gobierno presidido por Juan Manuel Santos es, sin duda, el elemento catalizador de las expectativas sobre la conclusión de un conflicto armado que dura ya medio siglo. Y aunque, de momento, los logros son frágiles —pues la tregua declarada unilateralmente por el grupo terrorista exige unas condiciones de difícil aceptación para Santos—, no cabe duda de que se abre la posibilidad de una nueva etapa sin violencia para el país. Es en este contexto en el que, desde mi punto de vista, adquieren significación los resultados de algunos de los estudios que se han realizado acerca del terrorismo colombiano.
Un primer aspecto a considerar es el que se refiere a la depredación de recursos a la que las FARC han sometido a la economía colombiana durante décadas. Hasta el comienzo de la de 1980 las principales fuentes de los recursos manejados por esta organización fueron la extorsión, los atracos y el secuestro de personas con la finalidad de obtener de ellos el pago de rescates. A partir de esa fecha, la participación en el narcotráfico, mediante el cobro de comisiones sobre sus rendimientos, adquirió un papel creciente en la financiación de las FARC, que además empezó a tener importantes beneficios con el manejo financiero de las enormes masas de liquidez generadas por su participación en el negocio de la coca. Luís Alberto Villamarín calculaba que, al mediar el decenio de 2000, en su momento álgido, las FARC obtenían unos 640 millones de euros al año, de los que la mitad provenían del tráfico de drogas, otra quinta parte de la industria del secuestro y un quince por ciento de los intereses financieros, correspondiendo el resto a otras actividades de menor significación. Una década más tarde, sin embargo, la capacidad de esta organización para allegarse los recursos con los que financiarse habría disminuido hasta en alrededor de un tercio, de manera que, según la estimación recientemente publicada por la revista Forbes, no sobrepasaría los 430 millones de euros al año.
Las finanzas terroristas son muy relevantes porque determinan la capacidad combatiente de la organización. Las FARC, gracias al narcotráfico, pudieron aumentar su movilización desde algo menos de mil hombres y mujeres en el comienzo de los años ochenta, hasta una media de 22.000 entre 2002 y 2004. Pero la ulterior caída en sus recursos ha hecho que, en 2013, su fuerza armada se limite a poco más de 7.000 efectivos. No cabe duda, por ello, de que las FARC están presionadas por su propia constricción cuando buscan una solución negociada para su final.
Por otra parte, los costes ocasionados por la violencia terrorista en la forma de destrucciones materiales, pérdida de vidas humanas y exigencia de gastos de seguridad, son menos conocidos. María Eugenia Pinto, Andrés Vergara y Yilberto Lahuerta los estimaron para la primera mitad de la década de 2000 en una cantidad equivalente al 1,2 por ciento del PIB colombiano —unos 875 millones de euros anuales—, una cifra ésta que no se aleja de las establecidas por otros autores para los casos de Irlanda del Norte o el País Vasco. Pero desde que en 2006 publicaran su trabajo, no se ha dispuesto de nuevos estudios para el período más reciente. En todo caso, lo que queda claro es que, también en Colombia, la guerra terrorista tiene una intensidad relativamente baja y que sus daños directos se compadecen con esta circunstancia.
Pero más allá de esos perjuicios inmediatos se encuentran los mucho más relevantes efectos indirectos que, de manera acumulativa, ocasiona el terrorismo sobre el crecimiento de la economía, menoscabando su potencial a largo plazo. En el caso de Colombia se dispone de varios estudios en los que se cuantifica este aspecto, aunque sólo me referiré al más reciente de Mauricio Santa María, Norberto Rojas y Gustavo Hernández. Estos autores señalan que, en la última década, la violencia armada ha ocasionado una pérdida anual de casi un punto porcentual en el crecimiento del PIB colombiano. Esa misma pérdida habría sido aún mayor —el dos por ciento— durante el período álgido del conflicto terrorista entre 1980 y 2000, lo que señala que cuanto mayor es la intensidad de éste, peores son los efectos macroeconómicos de su violencia.
Esta relación inversa entre la magnitud que alcanza el terrorismo y el crecimiento del PIB abre, por otra parte, una perspectiva favorable en el caso de que se logre dar por finalizado el conflicto. Los autores que acabo de citar señalan que, en Colombia, podría registrarse un "dividendo de la paz" si finalmente el gobierno de Santos pudiera alcanzar con las FARC un compromiso para cerrar el largo ciclo de violencia en que se ha visto envuelto el país. Sus estimaciones, en las que se tiene en cuenta también el positivo efecto macroeconómico que pudiera tener la disminución del gasto de las entidades privadas en seguridad al cesar la campaña terrorista, apuntan a una ganancia del orden de 1,8 puntos porcentuales en la tasa de crecimiento anual de la economía colombiana, lo que llevaría aparejada una importante creación de empleo que, al cabo de ocho años, estaría próxima a 1,4 millones de puestos de trabajo.
Concluyamos. Como en otros casos, el de Colombia muestra que la dilatada campaña terrorista sufrida por el país, además de unas importantes secuelas de muerte y destrucción material, ha dañado severamente a la economía, impidiendo que ésta despliegue todo su potencial de crecimiento y bienestar. Y también señala que este último efecto, por prolongado e intenso que haya sido, es también transitorio, de manera que el final del terrorismo promete un dividendo de la paz. Bueno será por ello que, sin menoscabar la justicia para sus víctimas, el gobierno de Santos logre dar término al conflicto y encamine a la sociedad colombiana hacia la senda de la convivencia.