El pasado día 27 el Teatro Nacional de la Zarzuela convocaba a una rueda de prensa en la que se anunciaba un concierto extraordinario. En la tarde del sábado 29 de mayo, la gran mezzosoprano española María José Montiel daría un concierto extraordinario acompañada por el excelente pianista Miguel Estelrich, a favor del Centro de Investigación Médica Aplicada (CIMA) de la Universidad de Navarra.
El evento se planteó como un acto de agradecimiento a empresas, instituciones y particulares que hacen posible la actividad del centro. Los fondos obtenidos se destinarán íntegramente a la investigación de las enfermedades que se estudian en el CIMA, tumores sólidos y hematológicos, Parkinson y enfermedad de Alzheimer fundamentalmente, pero también esas enfermedades que se conocen como "raras" por afectar a un reducido número de pacientes y ser todavía poco conocidas.
Entre las enfermedades raras se encuentra la porfiria aguda. Consiste en una incapacidad genética para mantener en el organismo la producción de unas moléculas químicas llamadas porfirinas que son precursoras de la hemoglobina y de la mioglobina de la sangre, y también, en el mundo vegetal, de las clorofilas. Suele afirmarse que son las moléculas que hacen verde a la hierba y roja a la sangre.
Cuando las porfirinas incorporan hierro en la parte central de su molécula se convierten en heminas, como la que se une en los pigmentos de la sangre a las proteínas llamadas globinas y constituir así la hemoglobina, la sustancia transportadora de oxígeno que se encierra en los glóbulos rojos.
También en el músculo hay una sustancia similar, la mioglobina, así que no es extraño que la enfermedad de la porfiria aguda ocasione graves trastornos en la contracción muscular que pueden conducir a la parálisis progresiva y a la condición tetrapléjica.
A esta situación había llegado una encantadora señora que nos asombró con su testimonio en la rueda de prensa. Su excelente aspecto y la elocuente manera en que explicó su odisea médica no hacían imaginable que hubiera llegado a la Universidad de Navarra en estado de parálisis total y con un pronóstico desesperado, pero allí, un médico de CIMA la cogió de las manos y le dijo "Voy a curarte".
Y lo hizo. Poco a poco se inició la recuperación y la señora, cuyo nombre omitiremos por discreción elemental, nos explicó el inmenso triunfo que supuso poder mover un dedo y pulsar un timbre para pedir atención, y así hasta esa recuperación, prácticamente total, con la que felizmente compareció ante la prensa.
Los periodistas asistentes, no especializados en ciencia, sino en música y teatro, no tardaron en preguntar qué medicinas milagrosas habían producido esta curación; previamente se había informado de que se trataba de un tratamiento muy caro e individual, y en la respuesta del médico aparecieron las palabras milagrosas: se trataba de terapia génica.
El procedimiento consiste en introducir en el organismo de la paciente el gen de que era deficitaria, lo que se consiguió por medio de las técnicas clásicas de ingeniería genética, utilización de un virus, generalmente del grupo de los fagos, capaz de cortar ese gen a otro organismo y transferirlo a la enferma. Bien podemos decir que ésta, desde ese mismo momento, se había convertido en un organismo transgénico.
Posiblemente sobrarían más comentarios, pero cuando desde el populismo se pretende satanizar este tipo de prácticas biológicas y declarar algunas ciudades, Madrid entre ellas, como "libres de transgénicos", uno no puede por menos de avergonzarse. Si la electrónica fue la Ciencia del siglo XX la biología lo es ya del siglo XXI, y es de una irresponsabilidad supina tratar de frenar estas investigaciones que tanto dolor pueden ahorrar al ser humano.
También la insulina con la que se trata a los diabéticos es transgénica y se obtiene a partir de la bovina, y podrían añadirse centenares de ejemplos similares. No es el caso.
Cuando se investiga con el fin de obtener más y mejores alimentos para una humanidad que va a requerirlos en un futuro inmediato, los científicos suelen tener que superar el obstáculo de las objeciones planteadas desde planteamientos supuestamente progresistas. No sólo se trata de producir mejores alimentos sino también mayores cantidades, de manera que vayan a explicar sus miedos supersticiosos a las poblaciones que pasan hambre o se verán abocadas a ella a muy corto plazo.
Por supuesto que la investigación sobre ingeniería genética tiene que hacerse aplicando al máximo el principio de prudencia, y que las autorizaciones de alimentos o medicamentos transgénicos deben realizarse de manera individualizada y con tantos escrúpulos como los que tiene la industria farmacéutica al lanzar al mercado medicamentos de naturaleza distinta a los que estamos comentando.
Añadir al genoma de una planta un gen que le haga producir un insecticida contra sus parásitos específicos podrá ser una bomba de espoleta retardada si ese mismo gen mata a otros insectos, en este caso polinizadores. Esta patente no debería nunca autorizarse, pero pensemos por el contrario en la introducción en el arroz del gen que incorpora la capacidad de sintetizar vitamina A procedente de la zanahoria. Los niños asiáticos hiponutridos deberían poder opinar sobre ello.
En definitiva de lo que deben quedar libres las ciudades, y por extensión los pueblos, es de aquellos que pretenden frenar con planteamientos ideológicos el normal desarrollo de la ciencia de la biología. Hay mucho sufrimiento humano en juego.
Miguel del Pino es biólogo y catedrático de Ciencias Naturales