Poco antes de su última entrevista con Juan José Ibarreche en La Moncloa, José Luis Rodríguez Zapatero afirmó que tenía intención de transmitir al lendakari lo siguiente:
1.) Que entendía que el plan Ibarreche era un proyecto para la convivencia en el País Vasco
2.) Que era manifiesto que el PSOE y el PP no estaban de acuerdo con él (aunque no dijo por qué el PSOE no estaba de acuerdo, si el plan promovía el bien público)
3.) Que debía retirar su plan para la convivencia, puesto que era rechazado por varios convecinos, y no podría cumplir la función para la que había sido diseñado
4.) Que este razonamiento era clarísimo y no ofrecía dudas, y, lógicamente, Ibarreche debía darle la razón
Todo esto sería dicho sin ánimo de crispar y de muy buenas maneras, no como otros.
La afirmación de que el plan Ibarreche es un proyecto para la convivencia en el País Vasco puede parecer una frivolidad del presidente del Gobierno, pero no lo es. Es algo mucho peor: una convicción. En el mismo contexto, Zapatero anunció que también expondría ante el lendakari esta reflexión: “su plan responde a un momento político determinado, y ese momento ha pasado; es un plan que en estos momentos ha perdido fuerza y sentido”. El “momento” que daba “fuerza y sentido” al plan, era, por supuesto, el de los gobiernos del PP. De otro modo: el PP tiene la culpa del plan Ibarreche, que fue una reacción, una respuesta a algo ofensivo. Ahora que no gobierna el PP, ya no hace falta el plan. Seguro que el lendakari lo entiende, si se le da la confianza necesaria y se dialoga con él.
En realidad, el momento político que da origen al plan Ibarreche es el de la vigencia de la Constitución de 1978, y no el de los gobiernos del PP; la debilidad de ETA y la resucitación de la sociedad vasca después de la muerte de Miguel Ángel Blanco, que por afirmar que esa muerte era un asesinato y no el lamentable resultado de un conflicto político, se volvió más española. Es la pujanza de la España constitucional la que pone de los nervios a Ibarreche, pero Zapatero no lo cree así, y un proyecto de apropiación partidista y violenta de una sociedad completa, de convalidación del asesinato como medio legítimo de obtener poder político, es definido como una comprensible reacción orientada a mejorar la convivencia en el País Vasco, como un movimiento defensivo y de gran valor cívico, que, simplemente, ya no es necesario porque ya no manda el PP.
La dirección socialista no sólo renuncia a legitimar al PP ante la opinión pública vasca y catalana, -una de las tareas en las que el socialismo podría dar la medida de su amor a la democracia y al pluralismo-, sino que explícitamente lo deslegitima, y hace de esa deslegitimación la clave de su política autonómica y nacional, incluso despreciando la evidencia de que ese plan concede valor político al crimen cometido sobre socialistas ejemplares. Espera, además, que su cercanía al nacionalismo y su denuncia del PP favorezcan la convivencia, puesto que el verdadero problema de España es –al parecer- que el PP se empeña en querer ganar elecciones y en gobernar cuando las gana, una anomalía del sistema que se corrigió el 14 de marzo.
Después de esto, será inútil que Zapatero apele a la soberanía de la nación como llave de cualquier reforma constitucional o estatutaria, porque el PNV sabrá recordarle que en el Parlamento también está el PP, y que, en aplicación de los mismos argumentos expuestos por él, a estos efectos el momento político sigue siendo el mismo, y también “la fuerza y el sentido” del plan. Entonces, quizás Zapatero lleve su razonamiento a sus últimas consecuencias, y pida al PP que no participe en las reformas de la Constitución ni en las de los nuevos estatutos, para no crispar el ambiente ni deteriorar la convivencia. Para que el momento político pueda ser otro y no sean necesarios más planes como el de Ibarreche.