Los liberales estamos habituados a que los enemigos de la libertad usen dos estrategias principales contra nosotros. La primera es tergiversar la realidad: difundir, por ejemplo, la mentira de que cada vez hay más pobreza extrema en el mundo por culpa del capitalismo; o que las desigualdades entre los diversos países del mundo se incrementan, cuando ocurre justo al revés. La historia de los totalitarismos ha demostrado lo mucho que ayudan los embustes a la hora de quitar libertad a la gente.
Mas a los liberticidas no les basta con este vicio ético y le añaden otro. La segunda de sus estrategias suele ser la de considerarse a sí mismos personas moralmente superiores al resto solo por pensar como piensan. Aceptada la premisa de que ellos sí son buenos y los demás somos malos, se vuelve lógica la consecuencia de que ellos, paternalistamente, deban gobernarnos y dictarnos prohibiciones, incapaces como somos el resto de mantener un mínimo de compostura moral. La gente buena nos prohíbe lo malo y nosotros los malos deberíamos como mínimo obedecerles.
Si hace unos años empecé a interesarme por la cada vez más extendida ideología animalista (que equipara a los animales y a los seres humanos) fue precisamente porque detecté, como profesor de ética y como liberal, que sus creyentes estaban ganando una tras otra las batallas de la opinión pública con estos dos recursos. Por no hablar de otra batalla, la batalla cultural, que ya han ganado en muchos casos: a día de hoy mucha gente considera en el fondo a todos los animales (no importa si son feroces cual leones) como una mezcla de dibujos animados de Disney, a puntito de hablar, con nuestros aterciopelados peluches y nuestras amables mascotas, rebosantes todos de sentimientos bondadosos. Esto, naturalmente, es una manipulación: para empezar, no tenemos ni idea de lo que significa pensar o sentir como un animal.
Como buenos liberticidas, los animalistas además se creen moralmente superiores a todos los que no comulgamos con sus hamburguesas de tofu. Por ello llevan años intentando imponernos, por la ley o a veces por la violencia (los seres superiores a veces deben recurrir a ella para iluminarnos a nosotros los malotes), sus prohibiciones. Prohibiciones como la de usar animales en experimentos médicos, la de criar o comer carne (igual que no comemos a nuestros congéneres), o incluso la prohibición de encarcelar mascotas en nuestros pisos urbanos. Lo del uso animalista de la violencia, por cierto, ha llegado tan lejos que el FBI investiga ya los vínculos terroristas de PETA, la principal organización animalista estadounidense. Yo mismo he debido acudir ya tres veces al juzgado por agresiones de animalistas que no toleran que discrepe de ellos.
Por fortuna, en España aún estamos lejos de llegar al programa de máximos de la agenda animalista. Hasta hace poco gran parte de la población española era rural; y a un hombre de campo, de los que tan bien retrató Miguel Delibes, cuesta sin duda convencerle de que los topillos que destrozan sus cosechas tienen la misma dignidad moral que su hijo, quien por culpa de ellos acaso se quede sin comer. Pero eso no significa que los animalistas no hayan empezado ya aquí su lenta pero tozuda propaganda.
Para ello usan los dos métodos descritos: mentiras y superioridad moral. En cuanto a la primera, permítame el lector que haga con él un pequeño experimento: ¿no ha oído hablar de ese pueblo de España donde arrojaban cruelmente cabras contra el suelo desde un campanario en fiestas? Pues bien, ese pueblo nunca existió. Y sin embargo los animalistas han logrado que muchos estemos convencidos de que, a los pies de algún campanario de Castilla, rebosa la sangre de cabras arrojadas contra su pavimento por brutos muchachotes rurales.
En cuanto a la superioridad moral, los animalistas también han convencido a muchos urbanitas de que el campo español está repleto de esos brutos muchachotes rurales. El urbanita que, sorprendido, comprueba que la gente del campo (la que más convive con animales) no cree que los animalitos sean tan adorables como Disney le ha contado a él que son deduce de ahí no que su imagen de los animales está equivocada, y que un lobo es un lobo (no un dibujo de lobo o un peluche de lobo), sino que esa gente del campo ha de ser ruda y algo primitiva. Desde un punto de vista antropológico no cabe mayor desatino: de hecho lo propio del hombre primitivo es idolatrar a los animales totémicos, casi como hoy hacen muchas señoras con su chihuahua, así que lo primitivo no sería el hombre de campo, sino el animalista de ciudad.
También abundan las mentiras y la superioridad moral en el (una vez al año) famoso caso del Toro de la Vega de Tordesillas. Esos fueron los dos motivos por los que empecé a interesarme por este rito cuando supe de su existencia, hará unos 6 años. Inmediatamente detecté que abundaban las manipulaciones en torno a él: los medios de comunicación han dibujado una idea tan errónea de lo que ocurre en Tordesillas que, cuando me invitan a televisión a hablar de él (algunos periodistas ven muy llamativo que un profesor de ética pueda defender un ritual que ellos presentan como satánico), apenas tengo tiempo para aclarar todas las falsedades que se han contado sobre el asunto en ese mismo programa, por no hablar del resto. Y también detecté, como liberal, que tras lo del toro de la vega hay un montón de gente que está muy a gusto sintiéndose moralmente superior a los casi demoníacos habitantes de Tordesillas; y que quieren prohibirles cosas y meterse en su vida, a pesar de que los tordesillanos jamás sueñen con meterse en la vida de ellos.
Todos podríamos ser algún día vegetarianos; pero a día de hoy (aunque les pese a los animalistas) respetamos la libertad de quienes no queremos serlo, si bien ello implica matar y causar dolor a diversos animales. Y veríamos como un atentado contra nuestra libertad el que nos obligasen a compartir los valores vegetarianos de comer solo acelgas, raíces y demás hierbas. Todos podríamos algún día hacer como la mayoría de los españoles y no participar en el Toro de la Vega; pero a día de hoy hemos de aceptar que algunos españoles libres, ni mejores ni peores que la media, vivamos ese rito como fuente de experiencias moralmente valiosas. Naturalmente, los demás no tienen por qué ver este torneo así de interesante, y por ello sería un error por mi parte obligarles a todos ustedes a participar. Pero tampoco tiene nadie el derecho a erigirse en inquisición moral y prohibirnos un trato al toro de Tordesillas que no es peor (digan lo que digan en la tele, créanme) que el que se da a cualquier animal de matadero, solo porque Jorge Javier Vázquez haya hablado en contra del Toro de la Vega y no de los cochinillos asados. Cochinillos que, por cierto, son tan pequeñines y blanditos que se parecen mucho más a los peluches que un toro hecho y derecho; así que, puestos a prohibir, yo (que al fin y al cabo soy un urbanita más) empezaría por ellos.
Miguel Ángel Quintana Paz, profesor de Ética en la Universidad Europea Miguel de Cervantes.