Chile y Argentina nacieron a la vida independiente como hijas de un impulso libertador común. Naciones hermanas a las que, sin embargo, la vida separaría hasta convertirlas en paradigmas antitéticos: el del progreso, Chile, y el del eterno retorno del fracaso, Argentina.
Hace poco presenté en Buenos Aires mi libro Argentina: breve historia de un largo fracaso, donde analizo los males que llevaron su triste destino a un país que parecía tenerlo todo para ser inmensamente próspero. A diferencia del debate argentino habitual, tan pendiente de sus grandes caudillos, mi análisis destaca las causas que posibilitaron la aparición de esos personajes lamentables y que hacen que la historia se repita en un país que parece condenado a no aprender ni olvidar nada.
Esas mismas causas explican la radical distancia que hoy separa a Chile de Argentina. La primera surge en los años que siguieron a la independencia. Durante medio siglo Argentina se desangró en guerras civiles que forjaron su manera típica de hacer política: la movilización de la patota armada, la hueste del caudillo-estanciero que asaltaba el Estado para luego, desde el poder, asaltar la sociedad... Su figura arquetípica fue Juan Manuel de Rosas, el más bárbaro de los muchos tiranos que Argentina ha conocido. Desde entonces y hasta los Kirchner, la política argentina normalmente ha estado dominada por caudillos y mafias, lejos de la legalidad y de la decencia. Chile se hizo república de una forma muy distinta. Selló rápidamente la paz interior, edificó un sólido Estado de Derecho y su arquetipo político no fue un caudillo sino un estadista: Diego Portales. Sus instituciones son, junto con las de Uruguay, de lejos las más sólidas y menos corruptas de América Latina.
La segunda causa es mucho más tardía. Ambas repúblicas siguieron un camino similar hacia el subdesarrollo: usaron sus abundantes recursos naturales para proteger industrias ineficientes, haciendo del Estado el actor central de economías cada vez más cerradas y reguladas, donde el favor político, más que la productividad, decidía el éxito de las empresas. Todo ello llevó a crisis profundas y condenó a los chilenos a la pobreza. El país se libró de eso mediante las políticas de apertura, privatización y desregulación impuestas bajo la dictadura militar y mantenidas luego por los Gobiernos democráticos, incluyendo aquellos encabezados por presidentes socialistas. Argentina hizo un intento fallido de reforma bajo Menem para luego, con los Kirchner, recaer en lo peor del proteccionismo, el intervencionismo estatal y el clientelismo. Argentina paga hoy el precio adentrándose en una crisis cada vez más profunda. Chile, por su parte, vuelve a brillar como país modélico del desarrollo latinoamericano, con una tasa de crecimiento en torno al 6% anual.
Finalmente tenemos lo más difícil de cambiar: la cultura. En Argentina, dos siglos de luchas redistributivas, donde lo importante es la apropiación en lugar de la producción, han dado pie a una mentalidad rentista resumida en la máxima moral de la denominada viveza criolla: "El vivo vive del zonzo, y el zonzo de su trabajo". Borges llegó a decir que al argentino pasar por inmoral le importa menos que pasar por zonzo. De ello dan testimonio a diario la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y el movimiento peronista que encabeza. Chile es, en comparación, un país de zonzos. De gente tonta que mayoritariamente cree que el esfuerzo, el emprendimiento, la responsabilidad personal y la legalidad llevan a la prosperidad. Ojalá que esto nunca cambie; y que un día los zonzos lleguen al poder en Argentina.