La última de la SGAE y la graciosa concesión mediante decreto al amigo Roures nos llevan a concluir que tenemos un exceso de normas. No es que sean muchas o pocas, es que muchas son inútiles e innecesarias, algunas son injustas y otras arbitrarias o favorecen a los amigos del Gobierno, como en el caso de la TDT. En España se acentúa con diecisiete parlamentos con potestad legislativa, que es una bonita forma de crear fronteras interiores en perjuicio del ciudadano, como pasa con la educación, la sanidad o la extinción de incendios. Además, después de grandes y solemnes reconocimientos de derechos para las personas en todas sus fases, estadios y lugar de censo –para los niños, las mujeres, las personas de edad avanzada, para la población rural, para los que viven en las zonas de montaña o para la insularidad–, no es extraño que esos derechos se exceptúen por vía de una disposición adicional perdida en un reglamento supersectorial.
Y eso pasa en España y en Venezuela. Al final, pese al ridículo liberticida del satisfecho Moratinos, se han cerrado las emisoras críticas bajo el pretexto del final de la concesión. Igual que le pasó a la COPE en Cataluña, por cierto. Si recuerdan, el moderadísimo Trias –al que quiere hacer alcalde Alberto Fernández– quiso cerrar la emisora de Barcelona en el noventa y ocho, porque no garantizaba suficientemente la difusión del aranés, un idioma que Trias habla habitualmente con Montilla.
Lo mismo sucede con las multas lingüísticas, esas que todos negaron al principio –desde Zapatero a Montserrat Nebrera– y que ahora todos justifican –desde Zapatero a Montserrat Nebrera–. Realmente el fundamento está en la supuesta vulneración de los derechos lingüísticos de los consumidores y usuarios, cualquier cosa que eso signifique. Según la legislación sectorial en Cataluña, éstos tienen derecho a que los rótulos de los establecimientos estén, al menos, en catalán. Dirán ustedes que si lo pone en una ley deberá cumplirse. Sí, siempre que no vulnere la Constitución, a la que ciudadanos y poderes públicos estamos sujetos –artículo nueve–.
Un lego en derecho y uno que sepa, pueden hacerse, digamos, algunas preguntillas. Para empezar, la declaración de oficialidad del castellano no tiene excepciones, aunque una comunidad autónoma tenga una lengua también oficial; es decir, el al menos en catalán, si no se interpreta en el sentido de añadirle y/o en castellano debería ser inconstitucional.
Pero es que no se puede tener un derecho si no se cumple un deber; me explico: si todos –sin excepción– tenemos derecho a usar el castellano y el deber de conocerlo, los que aleguen que con una rotulación exclusivamente en castellano se vulnera su derecho lingüístico como consumidor y usuario están reconociendo que incumplen el deber de conocer el castellano que les impone la Constitución a la que están sujetos. Y al revés: mal se puede vulnerar una ley, cumpliendo un deber y ejerciendo un derecho reconocido por la Constitución. Si un señor rotula en castellano, una lengua que tiene el deber de conocer –que es evidente que cumple– y el derecho a usarla, puede estar vulnerando una ley, pero cumpliendo la Constitución, con lo que esas normas sectoriales deberían ser, también, inconstitucionales.
Al hilo de la inusual rebeldía de un ciudadano de Arenys al que la Generalitat ha premiado con mil doscientos euros de multa, se ha tenido conocimiento del bajísimo nivel de impugnaciones de este tipo de asaltos. Nada de extrañar, si tenemos en cuenta que la mitad de los medios no informan de estos temas y la otra mitad justifican el atropello. De todas formas, ofende tener que defender con estos argumentos la libertad de cada uno para hacer lo que quiera en su casa y con su negocio y si el consumidor no lo entiende, pues que no lo compre. Todo ello me lleva a confesarles el motivo real por el que yo rotulo en catalán: porque me da la gana.