El enojo de muchos ciudadanos mexicanos, que predican no votar o el voto en blanco, surgió con la reforma electoral promovida por los partidos perdedores, PRI y PRD, en la elección presidencial del año 2006. En septiembre del 2007 reformaron el artículo 41 de la Constitución, que en varios aspectos amordaza a la sociedad civil en los procesos electorales.
Les quita voz a los ciudadanos, aunque les deja el voto. Esa limitación a la libertad de expresión convirtió a la democracia mexicana en una partitocracia. También desilusiona a muchos votantes los desacuerdos y discusiones interminables de los políticos en el Congreso sobre las reformas estructurales necesarias para lograr revertir la pérdida de competitividad internacional.
Mientras muchos candidatos prometen empleos, los diputados de sus partidos se han opuesto –en las dos últimas legislaturas– a instrumentar cambios para atraer más inversión y lograr un alto crecimiento económico, como se ha logrado en China, la India, Brasil y Chile. Esos países flexibilizaron sus legislaciones fiscales, laborales y energéticas para crear empleos.
En Chile y Brasil, gobiernos de izquierda abrieron sus legislaciones a la inversión privada en minería y petróleo. Pero en México, los partidos de izquierda, por motivos clientelares y corporativistas, se oponen a crear un entorno que atraiga más inversiones y que, por lo tanto, fomenta el crecimiento.
Los partidos que perdieron la elección presidencial creen que prohibiendo constitucionalmente a la sociedad opinar en los medios de comunicación durante los procesos electorales lograrán más votos y más poder.
La democracia mexicana es inmadura, pero no votar sólo mantiene o empeora esa situación. El camino está en razonar el voto e identificar qué partidos luchan por mejorar el entorno legal y cuáles obstaculizan el cambio hacia la competitividad, la inversión, el crecimiento, el empleo y hacia una verdadera y amplia democracia.