Una suerte de surrealismo abstracto se ha impuesto en la recta final del culebrón independentista. Los que defienden la ley se mueven mucho pero avanzan poco y los que se la saltan a la torera parecen confundir el alpinismo con la espeleología. Los espectadores teníamos la esperanza de que esta semana pasara algo nuevo. Por ejemplo, que alguna de las iniciativas del Estado se revelara eficaz para detener el avance de los sediciosos. Pero no. Ni lo que han hecho unos ha surtido efecto inmediato ni lo que han hecho otros permite pensar que saben hacia dónde se encaminan. Esta semana se han frustrado todas las expectativas de un giro argumental que cambiará el curso de esta historia.
Si aún permanecemos atentos a las noticias es porque nos intriga el desenlace final, que sigue siendo incierto, pero no porque estén pasando cosas demasiado interesantes. La campaña del referéndum sigue su curso sin mayores sobresaltos, las fuerzas del orden continúan buscando urnas y papeletas en el fondo del mar, matarilerilerile, los fiscales añaden nuevas querellas a las ya presentadas y el Gobierno insiste en pedirnos un acto de fe en su capacidad para controlar la situación mientras los insumisos les hacen pedorretas.
En estas circunstancias conviene ir pensando en cuál es la frontera que separará, el 1 de octubre, la victoria de unos del fracaso de otros. ¿Con qué nos vamos a conformar? ¿Con que no se coloque ninguna urna? ¿Con que se coloquen pocas? ¿Con que no tenga que intervenir la policía? ¿Con que haya incidentes aislados? Yo soy de los que cree -llamadme ingenuo- que no habrá un referéndum propiamente dicho. Tal vez abran algunos colegios en poblaciones pequeñas. Poco más.
Pero también creo que las calles se poblarán de esteladas. Y de cánticos. Y de pancartas. Creo que hará falta utilizar la fuerza para evitar que los más audaces depositen su voto en las pocas urnas que burlen el control policial.Y que comenzará el trámite de centenares de procedimientos judiciales contra los sediciosos. Y que unos irán de víctimas y enseñarán sus magulladuras -espero que no sean físicas- en señal de victoria moral. Y que otros enseñarán las estadísticas y dirán que ha ganado la ley. ¿Pero quién tendrá razón? ¿Cómo habrá que interpretar lo que suceda el día 1? ¿Qué determinará dónde empieza el triunfo del Estado y el fracaso de la secesión?
No tengo buena opinión del objetivo que se ha marcado Rajoy. Creo que solo aspira a poder decir que ha cumplido su palabra de evitar el referéndum en términos estrictos. Tampoco tengo buena opinión de PSOE y Ciudadanos. Creo que los primeros quieren aprovechar el paisaje después de la batalla para hincarle un rejón de muerte al Gobierno, al que dicen apoyar con la boca pequeña, y que a los segundos les mueve la ambición de convertir a Inés Arrimadas en la primera presidenta de la Generalitat de la historia española.
Los tres partidos se mueven pensando en el corto plazo. Los independentistas, no. Ellos llevan cuatro décadas planificando detalladamente el asalto a la República catalana. Saben que resistir es vencer y que si salen de esta sin grandes daños estructurales, aunque el 1 de octubre no les salga todo lo bien que a ellos le gustaría, habrán dado un paso de gigante hacia la victoria final.
Todo parece indicar que la gestión política de la resaca recaerá sobre un Gobierno débil. Los apoyos coyunturales con los que ha contado Rajoy hasta ahora expiran en cuanto se conjure el match ball de octubre. A partir de ahí no será el líder que nos sacó del apuro sino el autista que nos condujo a él. La izquierda llevará la voz cantante. Ofrecerá indultos, dádivas y concesiones políticas a cambio de un tiempo de paz. Sánchez e Iglesias en Madrid, y sobre todo Ada Colau en Barcelona -la estrella emergente de todo este lío- serán los encargados de montar el hospital de campaña. Y los independentistas, vencidos pero en absoluto derrotados, tendrán la oportunidad de rentabilizar su engañosa derrota mientras en Cataluña sigue intacta -y prolífica- la semilla del odio a España. ¿De verdad sería eso un triunfo del Estado?