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Luis Herrero

Víctimas, esclavos y espantapájaros

El miedo paraliza, sobre todo, a los que tienen algo que perder. Por eso Podemos no atemoriza a los desesperados. Y por eso está el PP empavorecido.

El miedo paraliza, sobre todo, a los que tienen algo que perder. Por eso Podemos no atemoriza a los desesperados. Y por eso está el PP empavorecido.

Veamos cómo va la cosa: dado que en el PSOE creen que las siglas del partido no tienen suficiente tirón en las urnas, sino todo lo contrario, se han lanzado a buscar candidatos capaces de contrarrestar el efecto negativo de la marca contaminada. Sin embargo, en el PP sucede justo al revés: allí consideran que sus siglas son el gancho principal de su propuesta electoral y ven a los candidatos como un engorro inevitable que sólo puede añadir a las listas contaminación disuasoria. Por eso los primeros han fusilado al amanecer a Tomás Gómez y los segundos no tienen prisa por decidir quiénes serán sus cabezas de cartel en las plazas más codiciadas de la batalla de mayo. Para explicar esta contradicción sólo hay tres respuestas posibles: o uno de los dos partidos se equivoca en su análisis, o uno de los dos está más hecho polvo que el otro en el imaginario de sus votantes o el PP mira a su electorado con ojos de esclavista.

De las tres, la respuesta más fácil de rebatir es la segunda. Sólo si un acceso de enajenación mental permanente o transitorio nublara sus entendederas, alguien del PP o del PSOE podría pensar que su partido está menos desacreditado que el de su adversario ante la opinión pública española. No se trata sólo de que la corrupción haya azotado a ambos por igual, o que la fórmula del bipartidismo les haya desgastado de manera equivalente, es que todas las encuestas, todas, sin excepción alguna, les hacen corresponsables a partes iguales de la caótica situación económica y política en la que se encuentra el país. Que en Ferraz lo saben es la conclusión palmaria que cabe extraer de su actitud candidaticida. Que lo ignoren en Génova es una hipótesis que convertiría a sus cabezas de huevo en adoquines. Basta otro dato para tenerlo definitivamente claro: el de Rajoy es, con diferencia abismal, el partido que más electores señalan como el que jamás votarían bajo ningún concepto. Así pues, tachemos la segunda explicación y centremos el análisis en la primera.

¿Se equivoca el PSOE al considerar que sus siglas son un lastre en las urnas? El cuño ZP fue el sesudo resultado de la premeditada intención de borrar la marca del partido socialista de los carteles electorales en el año 2004, y el estornudo Snchz es un torpe remedo de aquella estrategia victoriosa. Ahora, para más inri, las aguas internas bajan mucho más revueltas que hace once años. La decapitación de Gómez ha puesto de manifiesto que el nuevo secretario general necesitaba reafirmar su maltrecho liderazgo con un sonoro golpe en la mesa. Susana Díaz ni siquiera le descuelga el teléfono –léase la crónica de Anabel Díez en El País de ayer domingo– y los barones que se lo descuelgan se niegan a brindarle públicamente su apoyo. Tal es la situación de descrédito del PSOE, crecientemente penalizado en los sondeos, que han ido a buscar el recambio de Gómez fuera de las cuadras del partido. Ángel Gabilondo es un ex ministro con vitola de independiente que, en caso necesario, podrá esgrimir su no pertenencia a la casta y su condición de docente universitario para establecer contacto con Podemos y fraguar eventuales coaliciones con ellos sin ser tenido por apestado. Nadie con el emblema del partido en el brazalete podría aspirar a tanto.

¿Se equivoca el PP al considerar a sus candidatos como una especie de mal necesario que no aporta gran cosa a la lista electoral y que en cambio puede provocarle grandes destrozos? Tomemos el ejemplo de Alberto Fabra en la Comunidad Valenciana. Es un secreto a voces que casi nadie en Génova está por la labor de mantenerle en su rol de líder regional del partido, pero es tal el pavor que provoca la eventual implicación de cualquier candidato alternativo en asuntos de corrupción que estén por descubrir que su continuidad se da por hecha. Su comparecencia electoral, por lo tanto, no se debe a que confíen en él, sino a que desconfían de los demás. Y si tomáramos como ejemplo el de Madrid probablemente descubriríamos que la continuidad o no de Ignacio González no depende tanto de su valía personal o de la brillantez de su gestión como de la obsesión de Rajoy por no cederle todo el control del PP madrileño a Esperanza Aguirre. Los candidatos populares lo son o lo dejan de ser por lo poco que molestan o por lo mucho que incordian, pero rara vez por lo que aportan. Se trata de un comportamiento tan evidente, tan explícito, que resulta difícil pensar que se exhiba sin antes haber calculado sus riesgos, es decir, en menoscabo de los intereses del propio partido. La cuestión consiste en averiguar por qué han llegado los patriarcas del PP a la conclusión de que ese menosprecio a los candidatos no les perjudica. Y es así, me temo, como llegamos a la tercera cuestión: la de los ojos del esclavista.

Cualquier partidario de la esclavitud sabe que el esclavo perfecto es aquel que se conforma con lo que tiene y renuncia a la libertad por temor a que, ejercitándola, empeore su situación. La relación que mantiene el PP con sus votantes cautivos se basa exactamente en eso, en conseguir que admitan con sumisión que no se puede encontrar una vida mejor –o menos mala– en otra urna distinta, por indecorosa, pestilente o maltrecha que esté la propia. Y si a veces les sobreviene la tentación de pensar que tal cosa podría no ser cierta, enseguida se encarga Arriola de recordarles la certeza, por otra parte incontestable, de que para descubrirlo haría falta correr el riesgo de comprobarlo. Bien sabe el agitador de espantapájaros que anida en el laboratorio de efectos especiales del PP que el riesgo no es propio de los conservadores. El riesgo es el antónimo del miedo. Y el miedo paraliza, sobre todo, a los que tienen algo que perder. Por eso Podemos no atemoriza a los desesperados. Y por eso está el PP empavorecido. Rajoy lo sabe y por eso se siente amo y señor de vidas y haciendas de electores y candidatos. Su trueque con ellos, como el del señor feudal con sus vasallos, es lealtad a cambio de protección. A los primeros no sé si los protegerá mucho, y aunque lo haga no sé si vale el precio que pagan, pero lo que es seguro es que con varios de los segundos ejercerá, antes o después, el derecho de pernada.

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