Propongo un simple ejercicio comparativo para entender mejor lo que Rajoy entiende por explicarse mejor. El sábado, en Barcelona, les dijo a los suyos que 1) Mas plantea un viaje de dieciocho meses a ninguna parte. 2) Nadie tiene derecho a hablar en nombre de toda Cataluña. 3) Cataluña ha evitado la quiebra gracias a la ayuda del Gobierno. Y 4) El PP jamás permitirá que se ponga en tela de juicio la unidad de España.
Tres días antes, durante la sesión de control del miércoles en el Congreso, había dicho lo siguiente: 1) Mas ha dado un paso a ninguna parte. 2) El President no puede hablar en nombre de los cuatro millones de residentes en Cataluña que no acudieron a votar el 9N. 3) El Gobierno es el único que piensa en los problemas reales de los catalanes y en el esfuerzo para salir de la crisis económica. Y 4) El PP siempre defenderá la soberanía nacional del pueblo español.
El resultado de la comparación de los dos discursos salta a la vista: son idénticos. Ambos responden al mismo esquema, defienden las mismas ideas y utilizan las mismas palabras. La novedad que anunció Rajoy en Brisbane cuando dijo aquello de "tendré que explicar mejor mis razones" consiste, por lo que se ve, en insistir una y otra vez en más de lo mismo. La aparente autocrítica australiana, tras la butifarrada del 9N, proyectó la expectativa de que el presidente del Gobierno iba a utilizar la convención municipal de Barcelona para cambiar de partitura. El diario El País publicaba el viernes: "Todos los miembros del Gobierno consultados insisten en que el discurso del sábado será "constructivo", con la idea de "abrir puertas" y no centrarse sólo en la defensa de la ley y el no a la consulta, que ha sido la fallida estrategia utilizada hasta ahora para atraerse a los catalanes". A la vista está que la previsión no podía estar más equivocada. Esos miembros del Gobierno consultados por El País debieron ser los mismos ministros en Babia que le dijeron a Pablo Montesinos, según leí en su crónica de Libertad Digital, que acudieron el viernes a la convención del PP creyendo que Rajoy viajaría con ellos para confraternizar con sus desmoralizadas huestes catalanas. Segunda previsión equivocada: Rajoy no acudió el viernes, sino el sábado, y sólo permaneció en la Convención el tiempo justo -apenas dos horas- para propinarles apresuradamente a los suyos el mismo discurso de siempre. El malestar se adueñó de la concurrencia y algunos echaban las muelas. Según contó Pablo Planas el mismo sábado, los consejeros más audaces le habían sugerido que acudiera a Barcelona en calidad de presidente del Gobierno y no se limitara a participar en un acto de partido. Le propusieron reuniones con empresarios, con jóvenes y con directivos de Sociedad Civil Catalana, el grupo cívico que más se esfuerza por suplir la inacción de los populares. Hubo un momento en que cundió cierta esperanza. Pero no. Rajoy salió por piernas porque no quería perderse la boda de uno de los asesores de La Moncloa.
Con todo, lo más patético del acto no fueron las prisas presidenciales ni sus mensajes reiterativos. Aún fue peor el ridículo papelón de Alicia Sánchez Camacho, obligada por el guión del acto a reclamar mayor presencia del Estado en Cataluña mientras el líder ejecutivo del Estado, escondido en los bajos de un hotel portuario, miraba de reojo el reloj para salir pitando hacia el aeropuerto. Minutos antes, para más inri, Sánchez Camacho había recibido de él un cálido elogio por defender los planteamientos de "una gran mayoría de catalanes" y por haberlo hecho, además, "con la valentía que otros no han tenido". No está nada mal la machada de Rajoy, no sé si más trágica que cómica, si tenemos en cuenta que el PP catalán, gracias a la política aguerrida de su lideresa, lucha ardorosamente por ser última o penúltima fuerza, según unas encuestas u otras, en las próximas elecciones al Parlament de Cataluña.
Dado que a los políticos hay que juzgarles por lo que hacen, y no por lo que dicen, el resumen del resumen de la Convención del PP en Barcelona es que pocas veces en la historia de España un partido gobernante ha demostrado tanta debilidad frente al desafío independentista. El aroma de rendición apesta, y lo peor de todo es que es ese hedor, precisamente, el combustible del que se valen las tropas de la estelada para impulsar sus pretensiones. Si Oriol Junqueras necesitaba un último empujón para aceptar, aunque fuera a regañadientes, la oferta del President de sumarse a su plan transversal pro independencia, Rajoy se lo dio el sábado con esa apabullante declaración, retórica y clandestina, de firmeza institucional. De hecho, tan pronto como hubo despegado el avión presidencial, la secretaria general de ERC, Marta Rovira, apostó por "un gran acuerdo ganador" entre los independentistas de cara a las elecciones anticipadas en clave plebiscitaria. "Llegaremos a los acuerdos que hagan falta, siempre que nos permitan ganar nuestro futuro", dijo Rovira en un discurso que parece anticipar un sí matizado de Junqueras a la oferta de Mas. Todo parece indicar que el líder republicano propondrá la coexistencia de tres listas de país, sin siglas partidistas, amparadas por un lema común -Ara és l'hora: independència- y promovidas durante una campaña conjunta en la que todos los líderes independentistas compartirán, en más de una ocasión, el mismo escenario mitinero. Mañana saldremos de dudas. Pero si en el acto multitudinario del Palau se confirma esa impresión pactista, el panorama que nos espera durante los próximos meses no puede ser más previsible. Habrá elecciones autonómicas, sucedáneo legal del referéndum ilegal que impidió el TC en el último minuto, y se elegirá un Parlament constituyente, aunque se haga llamar de una manera distinta, que trabajará durante año y medio en el diseño del Estado catalán con el dinero de nuestros impuestos. El Gobierno, claro, dirá que no llegaremos a eso. Y el Govern, naturalmente, dirá todo lo contrario. Se repetirá entonces el esquema previo al 9-N: la palabra de unos contra las acciones de otros, pero esta vez con la salvedad de que la presunción de victoria le corresponde al lado sedicioso, ganador del último combate equivalente. Los hechos siempre pueden más que la voz. Si Rajoy sigue empeñado en seguir afrontando el desafío a base de explicar mejor sus razonamientos, tal como dijo en Brisbane, démonos definitivamente por jodidos. Ya sabemos en qué consiste su plan. La alternativa, la de dejar de decir y empezar a hacer, sólo admite dos salidas: o el presidente del Gobierno moviliza una mayoría soberana que le tape la boca en las urnas a la minoría separatista, ya sea en un referéndum nacional o en las elecciones plebiscitarias que están a la vuelta de la esquina -seguramente en febrero, según el preaviso de Carmen Forcadell-, o echa mano de las herramientas democráticas que la Constitución pone a su alcance en el artículo 155. El problema es que para lo primero necesita una capacidad de liderazgo que ya nadie le reconoce y para lo segundo un coraje temperamental que probablemente nunca ha tenido.