No hizo falta foto finish porque en la recta de tribunas Sánchez le ha sacado más de diez puntos a su principal adversaria. El eterno perdedor ha colocado a la mujer invicta ante la amarga experiencia de tener que probar una sobredosis del reproche que más veces había utilizado contra él para ningunearle. Ahora es Susana quien tiene que conformarse con ser segunda. Ya nos dirá a qué le sabe el trago.
Una victoria tan aplastante, más allá de la frontera de la mayoría absoluta, sólo se explica si aceptamos que, en efecto, se han producido los dos hechos que servían para pronosticar la victoria sanchista frente al criterio general. El primero es que muchos militantes que intelectualmente respaldaban a Patxi López se han decantado en el último momento por el voto útil. De otro modo no se explica que sólo haya mejorado en 3.700 el número de apoyos respecto a los que obtuvo en la batalla de los avales, teniendo en cuenta que anoche se incorporaron al torrente electoral socialista 24.500 militantes que hasta ahora no habían querido clarear sus preferencias.
El segundo hecho, mucho más relevante que el primero, es que Susana Díaz ha obtenido, con una participación electoral mucho mayor –148.000 votantes frente a 123.000 avalistas–, menos votos que avales. Eso demuestra que muchos de sus fiadores lo fueron a punta de pistola. El aparato les intimidó. Luego, en la privacidad de una cabina, sin la mirada inquisitiva del supervisor de turno sobre su cogote, cada elector ha podido hacer lo que el cuerpo le pedía. Y lo que le pedía era, según hemos visto, votar por el cambio y mandar al carajo el continuismo. A los ojos de los militantes del PSOE, Sánchez representaba lo primero y Díaz, lo segundo.
Primera moraleja: cuando un proceso de cambio se pone en marcha, el hartazgo siempre puede más que el miedo. La gente que está a disgusto con lo que tiene suele desestimar el riesgo de que lo siguiente sea peor que lo anterior. En el más de lo mismo no hay hueco para la esperanza. En la búsqueda de algo distinto, sí. Aunque luego el tiro, claro está, pueda salir por la culata. Esa idea del tiro por la culata fue, precisamente, la que trató de vender anoche Susana Díaz en su penosa aparición ante los medios.
Dijo con toda claridad –yo al menos así lo entendí– que pensaba refugiarse con los suyos en su feudo andaluz, el único sitio de toda España donde ha ganado las primarias, a la espera de que el nuevo secretario general –no le citó por su nombre– fuera capaz de llevar al partido a la victoria en las elecciones generales. Saltaba a la vista que no le creía capaz de conseguirlo y dejó en el aire la sospecha de que, cuando él vuelva a perder en las urnas por tercera vez consecutiva, ella estará en su taifa aguardando pacientemente el momento de la revancha.
Ayer asistimos a la noche de los muertos vivientes. El cuerpo de la lideresa derrotada se negaba a reconocer su condición cadavérica y, como un espectro, ponía rumbo a su refugio del sur a la espera de que el soplo de una nueva hecatombe socialista le devuelva a la vida. Mientras tanto, el cuerpo cadavérico del secretario general que fue apuñalado por el aparato en el mes de octubre resucitó en olor de multitud después de haber recibido el aliento vivificador de la mayoría absoluta de la militancia. En el PSOE, los muertos no se mueren. Incluso los zombis gozan de buena salud.
Es pronto para saber si las urnas premiarán o castigarán la radicalización ideológica que supone haber apostado por el apóstol de la unidad de acción de la izquierda, pero tengo para mí que la paz interna, la poca que quepa a partir de ahora en el partido, será un poco menos precaria con Sánchez en el trono de Ferraz de lo que hubiera sido con Díaz. Entre los seguidores de la presidenta andaluza había muchos que no creían que ella fuera la mejor opción. Sólo la apoyaban por ser la capataz que la PSOE había colocado en el cartel de la contienda. Pero la PSOE ha perdido ante el PSOE y una vez que ya ha dejado de ser la legítima representante del negocio, muchos de sus sonrientes palmeros dejarán de defenderla para ponerse al servicio del vencedor.
Los sanchistas, en cambio, no eran guardianes del poder constituido que al final se cuadran ante el mandatario de turno, sino insurgentes dispuestos a acabar con la estructura de poder que tan torpemente han tratado de preservar los herederos dinásticos del socialismo español. Los cuatro secretarios generales anteriores a Sánchez –Felipe, Almunia, Zapatero y Rubalcaba– han hecho un frente común para impedir la llegada de los bárbaros. Han fracasado. Y aunque hubieran salvado por poco la ciudad de Roma gracias a la ayuda de las huestes andaluzas –a victorias apabullantes no podían aspirar– se habrían quedado sin recursos para evitar la caída del resto de las provincias del Imperio.
Una Susana en precario hubiera tenido que asistir, desde el trono ganado en una victoria pírrica, al espectáculo demoledor de ver cómo caían uno a uno todos sus lugartenientes: Ximo Puig, Javier Fernández, Javier Lambán, Guillermo Fernández Vara, Emiliano García Page y todos aquellos que han tratado de impedir en vano la victoria de Sánchez en sus respectivos territorios. Díaz hubiera sido una lideresa secuestrada por esos nuevos barones que ya están a las puertas de acabar con la vieja guardia. En esas condiciones, la paz interna habría resultado imposible. Ahora, al menos, en Roma y en sus provincias, una vez que se haya consumado la escabechina territorial que se avecina, ondeará el mismo pabellón.
Los socialistas han decidido reafirmar su identidad por vía negativa. Ha ganado el no es no a Mariano Rajoy, el no es no a la obediencia a los propios dirigentes y el no es no a la satanización de Pablo Iglesias. Es una triple enmienda a la totalidad de la contemporización, del continuismo y de la moderación ideológica. El tiempo dirá si es una apuesta electoralmente equivocada.