Me gusta revisar las tripas de las encuestas porque son el ojo de la cerradura que permite otear el futuro. Es un ejercicio interesante. Y una gran cura de humildad porque a menudo ratifican mi incapacidad proverbial para ver más allá de mis narices. En el mundo en el que me muevo (tal vez debería hacérmelo mirar), mucha gente había exteriorizado últimamente su intención de meterse en salva sea la parte el voto de castigo al PP que todavía les pide el cuerpo para evitar que el Gobierno de la nación caiga en manos de las Carmenas y las Colaus que, poco a poco, han ido poblando la nueva política municipal de tuits antisemitas y meonas post porno que se fotografían en la vía pública con las bragas en los tobillos. Me guste o no, el razonamiento no carecía de lógica. Hay quien prefiere esclavizar su voto a lo malo conocido para mayor gloria del marianismo –traidor, sí; cobarde, puede; inepto, tal vez, pero fiel al terno de lana fría y a la corbata de seda, después de todo– que dejarlo campar a sus anchas si ese gesto de libertad sirve para mandar a Mariano a los toriles a cambio de sacar al ruedo al morlaco astifino de la izquierda emergente.
Al mismo tiempo que esa opinión iba abriéndose paso entre algunas de mis amistades, no sé si más prudentes que temerosas, las primeras encuestas que se publicaron tras la ceremonia del apareamiento postelectoral señalaban que, en efecto, en la orilla de la derecha el pánico hacía engordar al PP y enflaquecer a Ciudadanos y en la orilla de la izquierda el PSOE ganaba centímetros a costa de Podemos. La fotografía reflejaba que los partidos clásicos salían al rescate de la España secuestrada por la alquimia con gaseosa en que se había convertido la probeta electoral tras la irrupción de los nuevos excipientes de la política. Muchos creyeron oír, en medio de la galopada, la corneta del séptimo de caballería anunciando la llegada de los buenos en ayuda del fuerte sitiado por los pieles rojas. Así que, en mi fuero interno, di por buena la tesis de que en el PP había comenzado la batalla contra reloj de la reconquista del terreno perdido. La duda era saber si, al ritmo de crecimiento que marcaban los demóscopos, había tiempo suficiente para truncar la superioridad aritmética de los combinados de izquierdas.
En eso estaba cuando escuché, el jueves de la semana pasada, los pronósticos que hicieron públicos ante la Asociación de Periodistas Parlamentarios tres de los druidas de más renombre en el extraño mundo de las pócimas adivinatorias. Los tres coincidían en señalar que la tendencia electoral del PSOE era ascendente, pero sólo uno –Narciso Michavila, el más próximo a Génova– decía lo mismo del Partido Popular. Los otros dos, José Félix Tezanos y José Juan Toharia, veían las puntas de flecha de los indicadores del PP apuntando hacia abajo, y no hacia arriba. A cambio, Ciudadanos aliviaba el vértigo de la caída libre que provocó su decisión de abrirle la puerta del palacio de San Telmo a Susana Díaz con un inesperado repunte. Me quedé perplejo porque no lo esperaba y concluí para mis adentros que una de dos: o los encuestadores son una birria –no sería la primera vez que llego a la misma conclusión– o el mundo en el que me muevo pertenece a una burbuja donde no llega el eco del verdadero clima social de la España que habito.
Este domingo, ya con la mosca detrás de la oreja, leí con atención el barómetro de Metroscopia que publicó El País. Resumen: tímido avance del PSOE, a sólo medio punto de encaramarse a lo más alto del podio. Estancamiento milimétrico de Podemos en la tercera posición, a un solo punto de la segunda. Retroceso de punto y medio del PP, que se mantiene en la cabeza de la carrera a duras penas. Ciudadanos, aún descolgado de la lucha por las medallas, se acerca ligeramente al pelotón de arriba. De los cuatro primeros es el que más avanza en el último mes: punto y medio. Curiosamente, el mismo porcentaje que se deja el PP. Así que, si no me engañan las apariencias, la cosa parece bastante clara. En la izquierda no hay movimientos apreciables y la bocanada de aire que le llega al PSOE no se corresponde con síntomas de asfixia de Podemos. Juntos merodean el 44 por ciento de la intención de voto y nada permite pensar, hoy por hoy, que esté asegurada la primogenitura del binomio. Pedro Sánchez y Pablo Iglesias tienen casi las mismas posibilidades de liderar el pacto anti PP, en el caso de que el PP sea el partido más votado, o de reclamar el título presidencial, en la foto finish del sprint, en el caso de que Rajoy se quede finalmente sin el oro. En la derecha, PP y Ciudadanos parecen condenados a subir y bajar el uno en detrimento del otro. Juntos atesoran el 38 por ciento de la expectativa electoral. Están seis puntos por detrás de lo que suman los partidos hegemónicos de la izquierda.
Con esos datos, que según me vaticinó Narciso Michavila en una reciente conversación radiofónica no van a cambiar sustancialmente de aquí a las elecciones, el panorama para el PP no puede ser menos halagüeño. O gana por poco sin sumar mayoría con Ciudadanos o pierde la condición de ser el partido más votado. En ambos casos el poder cambiará de dueño, o bien para acabar en manos de la coalición PSOE-Ciudadanos o PSOE-Podemos –si Sánchez supera a Iglesias– o Podemos-PSOE si Iglesias gana la batalla de la izquierda. De las tres posibilidades, la preferida por los españoles es la primera, a pesar de ser la que menos fortaleza aritmética acredita en las encuestas. Y además, con el agravante añadido –ya explorado en las cábalas post electorales de la Comunidad Valenciana– de que necesitaría la abstención del PP para abrirse camino en el debate de investidura. Si al lector le parece una fórmula complicada le aconsejo que medite por un instante el alcance de las otras dos.Y luego, que se vaya a la cama rascándose la calavera.