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Luis Herrero

Mejor así

¿No es mejor afrontar un órdago refrendado por poco más del 40% de los votos que posponer la partida hasta el momento en que ese respaldo alcance más del 50?

Se acabó la incertidumbre. Cataluña evita el pandemonio de las urnas. Según mis espías apócrifos, hasta la media tarde del sábado hubo maîtres de guardia en las salas de máquinas de todos los partidos para ver si descorchaban la botella de cava o la guardaban en la bodega para mejor ocasión. El descorche –me dicen– sonó con brío en la sede del PP. Y, con sordina, en la del PSOE. En Ciudadanos, en cambio, se fueron a dormir sobrios como jueces. A Rajoy le viene bien la amenaza independentista inminente para justificar la urgencia de una gran coalición. Y a Sánchez, aunque le pone más difícil decir que no al requiebro de Rajoy, le conviene que no se repitan las elecciones catalanas porque, de nuevo en campaña, Podemos no hubiera tenido más narices que aferrarse al referéndum de autodeterminación que impide el pacto nacional de todas las izquierdas. Así que el acuerdo in extremis de las CUP con los enterradores de Mas deja razonablemente contentos a los dos líderes del viejo bipartidismo. Uno se aferra a la parte perentoria del relato que exige la construcción urgente de una barricada constitucional para impedir el avance de los sediciosos y el otro retiene la esperanza de que se difumine pronto la línea roja que los barones de su partido le prohiben cruzar bajo amenaza de Susanazo.

En Podemos hay opiniones encontradas. La idea de seguir creciendo, de arañar aún más la hegemonía del PSOE en el vértice de la pirámide de la izquierda, chocaba con el recelo de Pablo Iglesias de ver a Ada Colau convertida en una amenaza a su liderazgo. Si a Cataluña Sí Se Puede le iba tan bien en las nuevas elecciones catalanas como predecían los vigías de los oteros –se hablaba de que hubiera sido primera fuerza–, la alcaldesa catalana, candidata o no, habría salido de la refriega electoral investida de un poder que hubiera hecho estremecer el de Iglesias. Es un secreto a voces que ambos se llevan mal. El despegue de Colau les habría abocado a un choque de egos que hubiera sacudido la corteza terrestre del populismo emergente con la furia de una provocación nuclear de Kim Jong Un.

En el único sitio donde la tristeza por la claudicación de Artur Mas no tiene resabios amables es en Ciudadanos. Albert Rivera necesitaba demostrar que el suflé de su partido no se está desinflando. Cataluña era el mejor territorio para hacer una demostración de fuerza que relanzara la moral de los suyos y enviara la señal de que siguen estando vivos. Si Arrimadas hubiera podido mejorar los resultados de septiembre, el papel de Ciudadanos en la pista central del circo político –la del Congreso de los Diputados– habría recuperado gran parte de su protagonismo perdido tras la insuficiente cosecha del 20-D.

De todas formas, la pregunta que procede hacerse un día como hoy no es a qué partido favorece más o perjudica menos la decisión catalana de instalar en la presidencia de la Generalitat al separatista más radical de los delfines de Convergencia. La cuestión fundamental, creo yo, es saber si beneficia los intereses de España. Y, aunque lo parezca, no es una pregunta fácil. Reconozco que la respuesta más rápida, sin entrar en mayores cavilaciones, sería decir que todo lo que signifique una victoria para los abanderados de la estelada es una mala noticia para los abanderados de la senyera constitucional. Pero ahora, al menos, ya sabemos a qué atenernos. Pensemos por un momento en lo que hubiera pasado en caso de nuevas elecciones.

Es probable que una fortalecida ERC, las muchachadas de las CUP y los restos del naufragio convergente hubieran sumado menos escaños de los que tienen ahora en el Parlamento catalán. Pero eso no significa que se hubieran rendido. Los nacionalistas no se rinden nunca. Un resultado adverso en el mes de marzo no les habría forzado a echarse a un lado, sino a retroceder para cobrar impulso de cara al próximo desafío. Junqueras, el nuevo caudillo de la causa, una vez rebajado el pistón de su discurso, habría reclamado diálogo a modo de pipa de la paz. Y el Gobierno –el que sea: el provisional, el de Rajoy en precario o el de Sánchez secuestrado por la izquierda– hubiera vuelto a abrir el tenderete del alpiste con el estúpido convencimiento de que esta vez sería capaz de saciar para siempre su hambre de independencia. 30 años de contumacia en el error no bastan para darse cuenta de que ninguna dádiva, reforma legal o cesión de competencias que no suponga la definitiva separación de España sirve para otra cosa que no sea debilitar al Estado y hacer más fuerte al causante de su debilidad. El movimiento independentista nunca renunciará a conseguir el todo de su demanda. Nunca se conformará con una parte de él, porque su todo no es divisible. La independencia territorial, a diferencia de la autonomía, no es un concepto graduable.  O existe o no. Por eso no hay negociación posible.

Los independentistas habrían agachado la cabeza durante una temporada y luego, más pronto que tarde, habrían comenzado a reclamar nuevas concesiones a cambio de no volver a izar la bandera estelada desde el balcón de la Generalitat. Es decir, el chantaje de siempre. Con Podemos ayudándoles, en Cataluña y en Madrid, a avanzar en el camino del reconocimiento nacional que les convierta en sujetos de su propia soberanía, antes o después se habrían hecho fuertes en la reivindicación del referéndum de autodeterminación y prepararían un nuevo asalto al Estado a medio plazo, pero esta vez con más potencia de fuego: la que les hubiera suministrado la prometida reforma constitucional y cuatro años más de proselitismo cultural de un sistema educativo conectado desde hace lustros al influjo de lo antiespañol por encima de todo.

Tal vez estén angustiados PP y PSOE por tener que comerse el marrón de plantarle cara a la situación creada. Pero, al menos, ahora sabremos hasta dónde están dispuestos a llegar para evitar la ruptura de España. ¿No es mejor afrontar un órdago refrendado por poco más del cuarenta por ciento de los votos que posponer la partida hasta el momento en que ese respaldo alcance más del cincuenta? Mejor así. Ya no hay margen para ponerse de perfil. Y si eso exige un gobierno de gran coalición, que procedan a su alumbramiento. Después de ver la cabeza de Mas clavada en una pica en la plaza de San Jaume, no creo que haya nadie que se crea a estas alturas que el debate del quién sea un obstáculo insalvable.

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