Año y medio después de que la niebla dejara a oscuras la actividad política en España, los partidos apagan las luces de posición, que durante este tiempo han servido para que supiéramos que seguían ahí -varados pero enteros-, y se disponen a ponerse de nuevo en marcha. El cielo se ha abierto lo suficiente, aunque todo siga a media luz, para que ya puedan reanudar su camino. ¿Hacia dónde? En Ciudadanos, hacia el liberalismo progresista que ha fijado como nuevo rumbo Albert Rivera. En Podemos está por ver, pero se sabe al menos que sólo hay dos rutas en liza: la de las trincheras de la radicalidad que defiende Iglesias o la de la apertura socialdemócrata que acaudilla Errejón. En el PP, que navega al pairo, hacia donde sople el viento. Y en el PSOE, ni idea. Por no saberlo, no lo saben ni ellos.
Las diferencias entre unos y otros no son sólo cardinales. De hecho, esas son las menos interesantes. Norte o sur, todo depende del imán de la brújula de cada piloto. Lo más atractivo, ahora, es analizar qué y cómo se discute en el interior de cada partido. En Ciudadanos no hay problemas de liderazgo, pero sí que hay debate ideológico. En Podemos sí que hay problemas de liderazgo y el debate no es ideológico, sino estratégico. En ambos casos, los aparatos mantienen cierto control sobre el libre albedrío de la militancia, a veces porque la militancia es una tropa bien mandada y a veces porque la dirección le dice lo que quiere oír. En el PP no hay problemas de liderazgo, ni debate político ni debate estratégico. El aparato mantiene el control total. Y la militancia, ciega, sorda y muda, calla y obedece.
El caso más singular es del del PSOE. En el partido que todavía retiene el título de primogénito de la oposición, todo se discute: el liderazgo, la identidad, los pasos a seguir y el papel de las bases. Los llamados barones quieren a Susana Díaz en el puente de mando y los militantes quieren a Sánchez. Patxi López es una pócima fallida que puso en circulación Pérez Rubalcaba, creyéndose aún el gran chamán de la tribu, finalmente arrumbada en tierra de nadie. Los barones quieren líneas rojas en materia de política territorial y los militantes no le hacen ascos al coqueteo con el derecho a decidir. Los barones quieren centralidad y los militantes, radicalismo. Los barones quieren democracia representativa y los militantes quieren democracia asamblearia. Unos están en Marte y los otros en Venus.
En este mosaico casuístico, las singularidades más preocupantes son las que encarnan PP y PSOE, cada uno en las antípodas del otro. Ni es buena la paz de camposanto del partido gobernante, que sigue creyendo que sus muchos problemas recientes se curarán con el simple paso del tiempo, ni es recomendable la jaula de grillos en que se ha convertido el partido socialista. Lo primero es consecuencia del gregarismo borreguil que suele imperar en el aprisco del poder. Lo segundo es propio de los suburbios de la oposición. Siempre ha sido así. En el primer caso los líderes mueren de éxito. En el segundo, los líderes se forjan en la adversidad. Se forjaban. Lo que hay de nuevo en la crisis del PSOE es que no se avizora a nadie con capacidad de galvanizar a unas huestes trastabilladas que andan dando tumbos por ahí, como pollos sin cabeza.
Esa ausencia de liderazgo ha creado un vacío que ahora ocupan las masas. El fenómeno del lleno que describió Ortega ha llegado a la sala de máquinas de Ferraz. Su nuevo líder es la muchedumbre. Ya no se trata sólo de respetar el sagrado principio de que las mayorías eligen quién manda, sino de invocar otro principio nuevo que consiste en transferirle a ellas el ejercicio mismo de mandar. Eso es lo que hizo Pedro Sánchez al comprometerse, si salía elegido secretario general en las primarias de mayo, a someter al refrendo de las bases del partido todos los acuerdos de gobierno. Siempre se ha dicho, para caricaturizar los desbarajustes, que suelen ser el resultado de que haya más jefes que indios. El PSOE quiere rizar el rizo. Todos jefes, ningún indio. Una espléndida manera de hacer el ídem.