Pero, hombre, seamos serios: ¿de verdad puede creerse alguien que la metáfora del Papa Bergoglio del puñetazo al amigo en defensa de la propia madre es una velada justificación de la violencia, ya sea yihadista o de cualquier otro signo? Podría entender que si esa imagen hubiera salido del magín de un líder mundial al uso la opinión pública cayera en la tentación de interpretarla en clave de guerra fría, pero viniendo del párroco de San Pedro, que cada vez que se vislumbra un conflicto en el horizonte pone de rodillas a toda la cristiandad para conjurarlo a base de rezos, semejante conjetura me parece disparatada. Si algo se le puede reprochar al Papa no es precisamente inclinación por el belicismo, sino más bien todo lo contrario. Precisamente por eso creo que fui de los pocos que acogió la llamada pastoral del avión a Filipinas con simpatía. Lo que yo interpreté a bote pronto es que el Papa, llevado por el propósito de enmienda, había dejado al fin de marear la perdiz e inauguraba un nuevo discurso más rotundo que bizcochable. No al estilo Ratzinger en Ratisbona, desde luego –porque entre el vigente y el emérito las peculiaridades disquisitivas son enormes–, pero sí al menos al que podríamos llamar jocosamente poligonero bonaerense. Bienvenido sea, pensé yo, el espíritu de la expeditiva expulsión de los mercaderes del templo. Confieso que, por ingenuidad o por falta de inteligencia, no se me ocurrió ligar el puñetazo papal a la caricatura de Mahoma. Si lo ligué a algo fue a la barbarie yihadista. Luego he visto, por la rara unanimidad de la exégesis que ha hecho la prensa de la metáfora, que he sido el único, o casi, que no siguió a la manada. No sé si estoy más triste por el complejo de tonto que me produce haberme quedado solo o por tener que aceptar, en el caso de que la mayoría tenga razón, que Bergoglio no ha emprendido, como yo creía, el camino de la rectificación. En tal caso, de todas formas, la crítica que se le podría hacer es que sigue pastueño y cobardón cuando se enfrenta a los asuntos temporales, no que se haya vuelto beligerante. Si se entiende bien la expresión, ¡ojalá fuera así!
El califato islámico es por definición un proyecto universal que no reconoce barreras ni geográficas, ni políticas ni religiosas. Hace poco más de un mes, el califa Abu Bakar al Baghdadi pronosticó jactanciosamente que "la marcha triunfante de los mujaheddin llegará hasta Roma". Y de esa misma ambición participan, que se sepa, facciones del Islam de Egipto, Arabia Saudí, Yemen, Argelia y Libia. El movimiento Boko Haram ha llevado el califato a algunos puntos del África subsahariana, sobre todo a Nigeria y Camerún, y todos los días leemos en la prensa occidental que ciudadanos europeos y norteamericanos abandonan el refugio de la libertad para abrazar la causa del Alá más sanguinario. En la bandera negra del Estado Islámico está escrita en caracteres cúficos la profesión de fe "No existe ningún Dios más allá de Alá, y Mahoma es su profeta". Es decir, que no sólo estamos ante una guerra mundial, declarada unilateralmente por una de las partes, sino que además se trata de una guerra de religión. En Racca, la capital efectiva del califato, el número de familias cristianas ha pasado de mil quinientas a quince. En Mosul ya no queda una sola iglesia donde pueda celebrarse misa. Ni siquiera los mongoles se atrevieron a tanto. Por eso entiendo tan mal que las autoridades vaticanas, cuando se expresan públicamente, se la cojan casi siempre con papel de fumar y eviten llamar a las cosas por su nombre. No sólo se las ingenian para no hablar nunca de guerra, sino que a menudo suprimen de sus discursos las palabras Islam y musulmanes. Véase, si no, el discurso que pronunció en septiembre, ante la Asamblea General de la ONU, el secretario de Estado Parolín, más digno de un concurso de corrección política y cobardía moral –si es que ambos conceptos significan cosas distintas– que de un líder comprometido con la predicación de la verdad. La Iglesia católica, con Bergoglio en la silla de San Pedro, parece más preocupada por acariciar los conflictos, tal vez para que no supuren más odio, que por encararlos con la firmeza que demanda un diagnóstico veraz para ser claro y asequible.
Es verdad: el Papa se acuerda de las víctimas, reza por los cristianos que sufren persecución, pero a mí me parece, particularmente, que trata con guante demasiado sedoso a los verdugos. En su afán por orillar hechos diferenciales y realzar coincidencias ha recordado en la exhortación apostólica Evangelii Gaudium –hasta la fecha el documento más importante de su pontificado– que el Dios de Mahoma también es único y misericordioso y que los escritos sagrados del Islam conservan parte de las enseñanzas cristianas. No digo que no. Pero, humildemente, me atrevo a decir que ese alegato, cargado sin duda de buena intención, corre el peligro de proyectar la idea perversa de que ambos Dioses, el cristiano y el mahometano, son iguales, o que el Jesús coránico y el evangélico tienen razonables parecidos. Para los cristianos, si yo lo he entendido bien, Dios es más que clemencia y misericordia. Es amor. No es el Dios del Corán que practica misericordia con quien quiere y no la practica con quien no quiere. Y, desde luego, no predica la misericordia del rico que se inclina hacia el pobre para darle una limosna. El Dios cristiano es el que desciende hasta el pobre para elevarlo a su nivel. Y, sobre todo: el Dios cristiano no es un Dios inaccesible. Es justamente lo contrario.
Tampoco veo claras las pretendidas similitudes de Jesús en ambos textos sagrados. Cristo, en el Corán, no es hijo de Dios. Es un profeta de menor rango que Mahoma. Un simple mensajero de Dios que ni siquiera murió en la cruz porque, en el último momento, fue sustituido por un doble. Es decir, que el Corán y los musulmanes niegan los dogmas esenciales del cristianismo. Al menos el de la Encarnación y el de la Redención. Desde luego, están en su derecho, eso no lo discuto, pero al hacerlo ponen de manifiesto que el Jesús coránico tiene muy poco que ver, en lo verdaderamente esencial, con el Jesús de los Evangelios. Precisamente por eso no hay nadie que dude que el único profeta que participó en 78 batallas y ordenó el asesinato de sus enemigos fue Mahoma. El término yihad deriva de la raíz j-h-d, que en árabe evoca la idea del esfuerzo bélico. Cuando Obama, Hollande, Rafael Catalá o Fernández Díaz hacen apostolado de la traducción apócrifa "paz y tolerancia" no sé si estoy ante voluntariosos esforzados que tratan de evitar a toda costa una guerra a gran escala o supinos ignorantes que se han dejado comer el tarro por la propaganda buenista sin caer en la cuenta de que el Corán permite el engaño a los no creyentes para proteger al Islam. Bergoglio, gracias a Dios, no es ningún ignorante y jamás ha convocado a nadie a ninguna guerra, aunque fuera de puñetazos.