Los exploradores que vienen de otear el futuro desde las colinas de las encuestas empiezan a decirnos con machacona insistencia que la estabilidad política tras el 20 de diciembre no se conseguirá sólo con el acuerdo de dos partidos. Hará falta el concurso de tres -lo más parecido que hemos tenido a la necesidad de un proyecto colectivo desde 1977- para que la zozobra no se apodere de la escena. La pregunta que procede es si tal cosa (un acuerdo de amplio espectro y ambición suficiente) es imaginable en la España que habitamos. Y la respuesta espontánea, antes de llegar a consideraciones más profundas, es que no.
Veamos, ¿podría abstenerse el PSOE para que gobernara el PP con el apoyo extra parlamentario de Ciudadanos? ¿Podría abstenerse el PP para que gobernara el PSOE -o Ciudadanos- con el apoyo de un tercero? ¿Es imaginable un Gobierno de gran coalición, ya sea de dos socios o de tres? ¿Se atrevería el PSOE, si la aritmética se lo permitiera, a gobernar con el apoyo de los independentistas, Izquierda Unida y Podemos? Por ahí pasan todas las combinaciones posibles y todas suenan -o a mi me lo parece- muy alejadas del arte de lo posible.
No hay más remedio que aceptar que a la vuelta de la esquina lo que nos nos aguarda es una gran incertidumbre. El futuro es imprevisible. Más que otras veces. Más que nunca desde 1977. Casi tanto como lo fue durante los últimos años del franquismo. En aquella época la política era un juego de tres: rupturistas, reformistas y pánfilos. Los rupturistas querían dinamitar el sistema y levantar uno nuevo después de haber barrido los escombros del anterior. Su equivalente actual, con todos los matices que se quiera, es el discurso que apadrina Podemos. Los reformistas eran partidarios de hacer una transición de la dictadura a la democracia que no rompiera el tracto sucesivo de la ley. Creían que para rehabilitar el edificio institucional y hacerlo democrático y moderno no hacía falta dinamitarlo. En eso están, hoy por hoy -y más o menos-, Ciudadanos y una parte del PSOE. Los pánfilos, por último, eran los miopes del viejo régimen que nunca se dieron cuenta de que vivían el fin de una época que iba a acabar sepultándolos indefectiblemente bajo los escombros del cambio. Creían que el futuro político dependía de ellos, que la fortaleza del Régimen resistiría el vendaval del nuevo tiempo y, en consecuencia, que sus egregios culos seguirían calentando las viejas poltronas de siempre. Vivieron en la inopia hasta el final.
La batalla entre esos tres ejércitos se libró entre bastidores de la escena pública. Ya sabemos cuál fue el desenlace: los partidarios de la reforma se llevaron el gato al agua después de un prodigioso ejercicio de funambulismo sobre la cuerda floja. Los partidarios de la ruptura aceptaron de mala gana su derrota pero se subieron al carro de la Transición. Los incautos inmovilistas, cuando finalmente se dieron cuenta de que su anhelo de perpetuidad era un desiderátum de imposible cumplimiento, se hicieron el harakiri, en un ejercicio póstumo de generosidad insospechada, para no entorpecer el proceso que se había puesto en marcha.
El resumen del resumen es que hace cuarenta años lo nuevo sustituyó a lo viejo, sin que la crisis acabara en tragedia, porque la mayoría de los actores que se embarcaron en el cambio estaban de acuerdo en cuál debía ser el destino final de la travesía.
Pero ahora no ocurre lo mismo. Ahora cada partido quiere una cosa distinta. Podemos quiere dinamitar la Constitución del 78 -algo para lo que no tiene cómplices suficientes- y levantar algo diferente que no saben concretar en qué consiste. El PP se resiste al cambio porque no acepta que lo viejo es viejo (y lo es, en gran parte, por culpa suya) y porque le gusta la fábula del culo y la poltrona. Siguen siendo los mismos de siempre, diciendo lo mismo de siempre, con el firme propósito de seguir diciendo lo mismo de siempre después del 20 de diciembre. Rajoy me recuerda lo que decía Hitchcock a propósito del suspense: "Imagínese a un hombre sentado en el sofá favorito de su casa. Debajo tiene una bomba a punto de estallar. Él lo ignora, pero el público lo sabe. Esto es el suspense". Algo parecido le sucede al PSOE. Los socialistas luchan, más que otra cosa, por no acabar en el hoyo de la irrelevancia. Para evitarlo se han propuesto emular a la ginebra, la bebida que combina con todo. Na parece importarles demasiado el rumbo del viaje con tal de que les dejen llevar el volante. Si han de ir en la dirección de Podemos, vale. Ahí está la pica en Flandes de Carmena en el ayuntamiento de Madrid. Si han de pagarle a los catalanistas el peaje del derecho a decidir por sí solos la eufemística desconexión con España, vale. Y si han de abrazarse a Ciudadanos para desinfectar letrinas y pespuntear el proyecto nacional que han ayudado a descoser, también vale. Todo vale con tal de no quedarse en enero en los bancos de la oposición, que es lo mismo que quedarse con los pies colgando en la boca del sumidero, a la espera de repetir la peripecia mortuoria que protagonizaron Almunia o Rubalcaba en 2000 y 2011. Al PSOE -que, la verdad sea dicha, ha demostrado a pesar de todo más ganas de cambiar que el PP- le importa más el futuro de Pedro Sánchez (a quien también le encaja como anillo al dedo la explicación de Hitchcock sobre el suspense) que el futuro de España. Los nacionalistas, entretanto, han pedido rancho aparte y ya no piensan ajuntarse con nadie que no les deje salirse con la suya. Lo común les importa un rábano.
Ciudadanos, por último, sale del sistema con ganas de cambiarlo, tiene claros sus límites -con nacionalistas o populistas, ni hablar del peluquín- y abandera un proyecto que, por contraste con los demás, provoca cierta ilusión en la parte móvil del electorado. Pero no la suficiente. Me da en la nariz que una porción no pequeña de los votantes de Rivera lo que pretende, en el fondo, es darle un aviso al PP para que espabile y deje de orbitar la circunferencia de su ombligo. Creo que Ciudadanos sólo será un partido consolidado si el PP fracasa en el proceso de reconstrucción interna que debe provocar la debacle que se intuye.
Con esos mimbres hay que hacer el cesto del futuro. No recuerdo tanta incertidumbre desde que el franquismo daba las últimas boqueadas. El 20-D está cargado de suspense. Las bombas debajo del sofá ya casi han consumido la mecha.