La pedrada del CIS ha caído sobre el estanque donde navegan las siglas de la política y ha levantado un movimiento en el agua que hace zozobrar el panorama entero de la flota. Sube la proa de Ciudadanos, se hunde la popa de Podemos, se escora el PP, rebrinca el PSOE, naufraga UPyD, Izquierda Unida hace agua... Se bambolea hasta el más pintado. Todo se mueve. Y en ese ambiente de tembleque general, los partidos que ven en riesgo su amarre al mojón del poder han comenzado a suplicar al dios del viento que mueva el ánimo de los votantes hacia la demanda de estabilidad para que amaine el vendaval y cese el oleaje.
En eso es en lo que están Susana Díaz en Andalucía, la mujer de la paciencia finita y el pronto tabernario, y Mariano Rajoy en el resto de España, el gigante impávido de la isla de Pascua. Los dos dicen de sí mismos que son la única garantía posible de estabilidad política y los dos señalan a los partidos emergentes, a los incordios de nuevo cuño, como a los causantes del barullo general. Los dos quieren poner sus votos, ella los que ya tiene y él los que aspira a tener a partir del día 24, al servicio de la calma chicha, de la quietud y del continuismo ramplón. Bajo la proclama de nada de aventuras insensatas, apostemos por la cordura de los valores seguros, la una y el otro aspiran a convertirse en antídotos de la ansiedad que siempre genera el rumbo a lo desconocido.
En el caso de la irritable andaluza, que invita al pacto con el rodillo de amasar cogido por el mango, la eficacia de su estrategia no tendrá traducción electoral salvo que se le agoten los dos meses que tiene de plazo para buscar pareja de baile –hipótesis nada desdeñable dada su afición a los requiebros a caponazo limpio- y no le quede otra salida que sacar de nuevo las urnas a la calle. En el caso del apático don Tancredo, que invita al voto con la murria enroscada en la barba, la rentabilidad de su llamada al orden quedará a la vista dentro de 15 días.
Si las encuestas no andan muy erradas, sin embargo, todo parece indicar que Rajoy no acertará con la tecla elegida. La historia tiene movimientos pendulares. La demanda de estabilidad suele ser la consecuencia lógica de un periodo de agitación, y la agitación tiende a ser vista como la salida natural del aburrimiento. Después del franquismo no se demandaba estabilidad, sino aventura. Después de las convulsas legislaturas de UCD, tras el ajetreo de la Transición, no se demandaba más fragmentación política, sino el bálsamo de una mayoría absoluta.
Lo que hay que ver es en qué fase nos encontramos ahora. La crisis de la que venimos no ha sido fruto de la incapacidad de un gobierno débil para enfrentarla, sino la consecuencia, de puertas adentro, de no acertar con la receta adecuada para contrarrestar los problemas que la producían de puertas afuera. Zapatero tuvo dos mayorías casi absolutas, es decir, sobredosis de estabilidad parlamentaria, para minimizar sus efectos y Rajoy ha tenido una más –adornada con la mayor cota de poder territorial que un partido haya tenido jamás en España- para acelerar la recuperación. La cagada que hizo Zapatero con su doblete mayoritario no tiene nombre. El rácano esfuerzo de Rajoy con su carta blanca no tiene recompensa. Pero ni uno ni otro pueden decir que la culpa de su ineficacia se haya debido a la falta de estabilidad de sus gobiernos. Esa es la única excusa que no pueden poner. Ambos la tuvieron y a ambos les sirvió para bien poco.
Y sin embargo, su discurso electoral se basa en decirle a los votantes que deben seguir apostando por ellos porque sólo ellos pueden garantizar esa estabilidad tan necesaria y al mismo tiempo, según dicta la experiencia de tres legislaturas seguidas, tan irrelevante. Francamente, no lo entiendo. Entendería tal vez la invitación a mantener la estabilidad de una situación que fuera razonablemente satisfactoria para los ciudadanos, pero me parece un disparate el propósito de convertir en un bien deseable la estabilidad de la situación que tenemos ahora, que no sólo está marcada por los factores de la crisis económica, sino también por los déficits morales de la crisis política. Si los estrategas partisanos creen que esa zanahoria les va a funcionar para atraer votantes a sus abrevaderos, o se creen demasiado listos o creen que los ciudadanos son demasiado tontos.
Lo que caracteriza al tiempo que vivimos no es la demanda de quietud, sino de movimiento. No se desea la continuidad, sino el cambio. No es la hora de prometer un plácido viaje, a velocidad de crucero, por el paisaje conocido de la desolación y el hartazgo, sino de pedirle a los viajeros que se ajusten el cinturón para que experimenten la emocionante aventura, no exenta de riesgo, de sobrevolar un territorio distinto, con reglas diferentes, actores nuevos, ilusiones renovadas y promesas de un futuro mejor.
La alternativa a la estabilidad política, cuando ésta se identifica con la actitud de apostar por los mismos para que sigan haciendo lo de siempre, no es la inestabilidad, sino la emoción de un viaje hacia algo nuevo, aunque no necesariamente mejor. Permitir que Susana Díaz llegue a San Telmo sin que se haya comprometido antes a cambiar de ruta, de hábitos y de compañeros de viaje significa tanto como apostar por los viejos errores y poner la estabilidad al servicio de la desesperanza. Darle a Rajoy el voto de confianza que reclama supone tanto como desconfiar de un futuro sin él. ¿De verdad esa hipótesis infunde miedo? No creo que el miedo a lo desconocido mueva más que el pavor a la medianía. La inestabilidad también merece su elogio.