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Luis Herrero

El himno de la muerte

De repente había adquirido conciencia de que parte del precio de sentirse vivo y libre es la angustia que produce el miedo a perder la vida.

El viernes por la noche, cuando las noticias que llegaban de París eran todavía confusas pero ya suficientemente aterradoras, mi hija mayor me llamó por teléfono con la voz descompuesta. Estaba sola en casa de su hermana, en las afueras de Madrid, cuidando de su sobrino. Tenía miedo. No había podido localizar a su prima Sofía, que estudia en París, y la imaginación le estaba jugando la mala pasada de suponerla en la nómina de las víctimas de los atentados. No paraba de repetirme que le hubiera podido pasar a cualquiera. Me hizo muchas preguntas, pero todas ellas buscaban algo que yo no podía darle: seguridad. Se sentía vulnerable. Podía haber sido ella una de las chicas asesinadas en La Belle Équipe, mientras disfrutaba de una alegre velada entre amigos. Su prima podía haberse acercado al concierto heavy de Bataclan, como tantos otros jóvenes de su edad. Cualquiera de sus amigos podía haber buscado en las inmediaciones del Stade de France, en Saint Denis, una entrada de última hora para ver el partido entre Francia y Alemania. O los terroristas podían haber elegido para su matanza un sitio distinto a París. ¿Por qué no Madrid? Tal vez lo elijan mañana. O cualquier otro día. Y ella misma -¿quién le dice que no?- puede cruzarse en su macabro camino.

Cuando mi hija era pequeña y la veía asustada yo la abrazaba muy fuerte y le susurraba al oído que siempre la protegería. Cuando me llamó el viernes por la noche tal vez buscaba que le dijera lo mismo que entonces, pero lo cierto es que aunque se lo hubiera dicho, ella ya no lo habría creído. De repente, una noche, a cientos de kilómetros de una masacre yihadista, había adquirido conciencia de que parte del precio de sentirse vivo -y libre- es la angustia que produce el miedo a perder la vida y la libertad. Y, en su fuero interno, trató de recomponer un esquema mental que le proporcionara la seguridad que había perdido de golpe. Habló de los terroristas como si fueran gente mala, alimañas, apóstoles del infierno. Me faltó valor para decirle que ninguna de sus tres ideas era completamente cierta. En la conciencia de los asesinos no hay una total ausencia de bien. El Alá que invocan antes de apretar el gatillo del kalashnikov no lo permitiría. Tampoco son animales irracionales, simples bípedos implumes, porque ninguna bestia zoológica se comportaría como lo hacen ellos. Sólo un destello de raciocinio puede provocar tanta barbarie. Y no son, por último, criaturas de azufre. No piensan en el infierno, sino en su visión particular del paraíso. Como acaban de proclamar en un reciente número de Dabiq, su principal órgano de propaganda en inglés, su objetivo consiste en proporcionar a cada individuo musulmán una entidad concreta y tangible para satisfacer su natural deseo de pertenecer a algo grande.

Los terroristas del Estado Islámico son tres veces fanáticos: islamistas, sunís y salafistas. Han sido educados desde pequeños en el odio a lo que temen. Occidente es la amenaza de su identidad. Nos ven como violadores de sus madres y de sus hermanas. Creen que queremos acabar con su religión. Nos combaten como a cruzados de una nueva guerra santa en la que a nosotros nos aguarda la muerte y a ellos siete recompensas y 72 vírgenes en la vida eterna.

En una cosa tienen razón: esto es una guerra. La han declarado ellos.

"Dime al menos que la ganaremos", me pidió mi hija.

Y por supuesto le dije que sí. Soy su padre, después de todo. Probablemente también lo piensan los jóvenes que salieron del Stade de France cantando La Marsellesa, como si un Víctor Laszlo presente en su conciencia les empujara a ahogar con su canto a la libertad el himno fascista de un nuevo mayor Strasser. Pero que el malentendido no quede entre nosotros: mi esperanza no procede del análisis de la realidad, donde los políticos inflaman discursos que se lleva el viento, sino de la fe en el ser humano, creado libre y vinculado a la libertad -tanto como al oxígeno- para seguir con vida en la tierra.

Que vayamos a ganar no significa que vayamos ganando. Al-Qaeda tardó trece años en derribar las Torres Gemelas, el orgulloso escaparate de Occidente. Supimos entonces que no había zonas seguras ni siquiera en el interior de nuestra propia casa. Reaccionamos. Diez años después los seals estadounidenses liquidaron a Osma bin Laden, al-Qaeda perdió el santuario que tenía en Afganistán, muchos de sus aliados se quedaron sin las infraestructuras de apoyo que mantenían al amparo de los talibán y comenzaron a registrarse convulsiones políticas en algunos países del mundo árabe. Todo parecía indicar que íbamos ganando. Pero no era verdad. Ni la muerte de Bin Laden en su escondite ni la mal llamada Primavera Árabe significaron la decadencia del yihadismo global. Mientras brindábamos por nuestras victorias otras organizaciones salafistas de nuevo cuño se articulaban en Egipto, Libia, Túnez y Siria. En junio de 2014 asomó la cabeza el Estado Islámico proclamando en la práctica el califato que al-Qaeda llevaba hilvanando con promesas de sangre desde mediados de los 90. Su líder reclamaba autoridad política y religiosa sobre la totalidad de los territorios donde han regido alguna vez las estipulaciones del Corán. Su objetivo último -dijo- era el de extender por la fuerza la observancia del credo islámico, en su expresión más apocalíptica, sobre el conjunto de la humanidad. El Isis ha conseguido en menos de dos años mucho más de lo que consiguió al-Qaeda en un cuarto de siglo. Moviliza seguidores cada día y sólo ha tardado 17 meses en conseguir su 11-S, esta vez en París un 13 de noviembre.

Así que hoy estamos peor de lo que estábamos en septiembre de 2001. El enemigo es más fuerte y nosotros no hemos aprendido la lección. Aún peor: creo que la hemos olvidado. Hasta hace bien poco, la alianza entre la musculatura militar norteamericana y el legado cultural europeo le daba legitimidad a la idea de una civilización occidental. No sólo le daban legitimidad. También le daba poder. Ese poder nos ayudó a ganar la primera guerra mundial contra el Reich alemán, la segunda contra la Alemania nazi, y la guerra fría contra la URSS. Luego, la legitimidad nos ayudó a ordenar la larga paz interna de los últimos cincuenta años en el mundo libre. Pero ahora, me temo, nos hemos quedado sin lo uno y sin lo otro. O nos damos prisa en recuperarlo o no habrá canto de La Marsellesa capaz de ahogar el himno yihadista de la muerte. La guerra no se gana con discursos. Para ganar la guerra hay que ir a la guerra. Ese es, a veces, el precio que exige la libertad.

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