En el plano de la transición, que era muy esquemático y no abundaba en detalles minuciosos, la fecha del 15 de junio de 1977 marcaba un punto estratégico del itinerario: el final de una etapa y el comienzo de otra. Lo que quedaba atrás era el desmontaje del régimen franquista, vigente manu militari durante cuatro décadas, y lo que aparecía por delante era la construcción de un régimen parlamentario de nueva planta. Aquel día, va a hacer ahora cuarenta años, la política española dobló el cabo de Hornos que separaba la dictadura de la democracia.
La fecha que conmemoramos no señala, por supuesto, el punto de destino del cambio político, pero tampoco su punto de arranque. El Rey, con el cadáver de Franco todavía caliente, dividió la primera fase de la transición, la del desmontaje del franquismo, en dos etapas. En la primera puso al frente de Las Cortes y del Consejo del Reino al hombre que podía tender un puente legal -de la ley a la ley- entre lo viejo y lo nuevo, manteniendo en su puesto al último presidente del Gobierno nombrado por el dictador. Tenía que andarse con los pies de plomo para no irritar a los guardianes uniformados de la obra del caudillo. Durante los seis meses que duró esa primera etapa, Fernández Miranda alumbró las líneas maestras de la Ley para la Reforma Política y Arias Navarro tocó el violón al frente de un Gobierno que no iba a pintar nada, por mucho Fraga, Areilza y Garrigues que lo decorara, en los acontecimientos siguientes.
La segunda etapa de aquella primera fase comenzó el día en que Juan Carlos I, jugándose el tipo y la corona, sustituyó a Carlos Arias por Adolfo Suárez. Suárez asumió los planos que había diseñado Fernández Miranda y se puso manos a la obra. Debía superar cuatro pruebas dignas de los trabajos de Hércules: que los franquistas recalcitrantes no torpedearan la reforma legislativa necesaria para que el cambio siguiera el tracto sucesivo de la ley, que los franquistas reformistas mayoritariamente aglutinados alrededor de Fraga y Areilza -los dos se negaron a formar parte del primer Gobierno de Suárez- no le pusieran palos en las ruedas, que los demócratas que habían vivido extramuros del régimen -socialistas y comunistas- abandonaran la vía de la ruptura y aceptaran la de la reforma, y por último, que los militares no salieran a su encuentro de las salas de banderas con el sable entre los dientes dispuestos a rebanarle la nuez.
De julio a diciembre de 1976, Suárez hizo un trabajo de orfebre. A la hora de aprobar la Ley de la Reforma Política lo más difícil no fue convencer a los más recalcitrantes, a los que atrajo a su causa al puro estilo House of Cards -aunque en versión incruenta-, sino doblar el brazo de los alabarderos de Fraga. Fueron ellos, casi más que los bastones cruzados en los puños de las guerreras, quienes estuvieron más cerca de torpedear en Las Cortes la filigrana legal que había concebido la astucia asturiana de Fernández Miranda. Si alguien quiere saber cuáles fueron las horas más amargas de los primeros pasos de la transición, que busque el rastro de aquel duelo entre farraguistas y suaristas. Es la parte menos conocida del relato histórico que estos días están reconstruyendo, no siempre con mucho tino, la verdad sea dicha, todos los medios de comunicación. En cuanto a las otras dos pruebas, la de ahuyentar la amenaza de la ruptura y mantener a raya la furia militar, las victorias sólo fueron inicialmente provisionales.
Socialistas y comunistas no dieron a Suárez carta blanca para que actuara por su cuenta en la playa de la reforma, pero apoyaron de hecho -aunque no siempre de palabra- el referéndum de diciembre del 76, que bendijo por amplia mayoría la Ley de la Reforma Política aprobada con tanto esfuerzo, un mes antes, por Las Cortes del harakiri. Los militares, entretanto, gruñían, dimitían, amenazaban, conspiraban y despotricaban. Pero no pasaron a mayores.
De enero a junio de 1977, el objetivo fueron unas elecciones libres en las que pudieran participar todos los actores de la vida política, legal e ilegal. Lo que el rey y Suárez querían, la participación de los comunistas en el proceso electoral, no parecía inicialmente posible. Era el límite de la asonada. Le propusieron a Carrillo que se escondiera en las tripas de un caballo de Troya que pudiera colarse en las urnas sin levantar sospechas. Pero Carrillo dijo que no y amenazó, si no le dejaban participar a cara descubierta -sin peluca y con sus propias señas de identidad-, con desacreditar el proceso ante la opinión pública internacional. Los alemanes y los americanos le dijeron al Rey que no se dejara amilanar por las amenazas comunistas y los socialistas, cuando no había testigos de por medio, se comprometieron a presentarse a las elecciones aunque la legalización del PC no llegara a tiempo. Olían el poder. Y no sólo lo olían. Lo querían ya.
Suárez se la jugó. Contra el criterio de Henry Kissinger y de Helmut Schmidt, a costa de tarifar con Fernández Miranda y Alfonso Osorio -que era el vicepresidente del Gobierno-, y a riesgo de acabar bajo los cascos del caballo de Pavía, legalizó el Partido Comunista e hizo posible las elecciones democráticas cuyo cuadragésimo aniversario estamos a punto de celebrar. Los socialistas no ganaron, a pesar de lo que ellos pensaban, y los comunistas demostraron que habían hecho durante la dictadura mucho más ruido del que correspondía a su apoyo popular, pero todos ellos -socialistas, comunistas, reformistas y franquistas reciclados- hicieron el pacto de no mirar atrás para ajustar cuentas y trabajar juntos en la elaboración de una Constitución donde cupieran todos. Ese día murió definitivamente el franquismo y comenzó la aventura que nos ha traído hasta aquí.
No estaría de más que algunos idiotas supieran de lo que hablan.