Todo sería más fácil, me parece a mí, si los pronósticos de las encuestas se hubieran mantenido como estaban hace un mes. A principios de noviembre, ERC sacaba de la pista al PDeCAT. Le triplicaba en escaños. 45 a 15. Junqueras podía actuar a su antojo. A Puigdemont no le quedaba más remedio que decir amén. A lo que fuera. Incluso al proyecto transversal de hacer una coalición de izquierdas con Podemos. La idea pasaba por dejar a un lado temporalmente la embestida unilateral para defender la celebración de un referéndum pactado. Y, mientras tanto, ir articulando una base social capaz de ganarlo por goleada. Querían que fuera una mayoría social, de izquierdas y autodeterminista, a la que llegado el momento pudiera sumarse el PSC. La fortaleza parlamentaria del proyecto sería entonces inexpugnable. 45 + 20 + 9. Mayoría absolutísima. 74 escaños.
El plan era un disparate, desde luego. La autodeterminación no cabe en la Constitución del 78. No hay diálogo posible para esa demanda. Las consecuencias, a medio plazo, serían catastróficas. Con el PSC subido a ese carro, la fractura del socialismo español se volvería inevitable. Antes o después regresaríamos al discurso del Estado represor y a la unilateralidad de otro desafío extenuante. Pero a corto plazo, al menos, se nos concedería un tiempo de gracia: investidura rápida, Gobierno previsible, anticlímax provisional y cambio de paisaje informativo. Todo seguiría igual de feo pero podríamos tomar aire durante unos meses. Nada pesa más en el ánimo que el hartazgo de un bucle sin fin. Llevamos baldeando agua de ese pozo desde la vuelta del verano y no hay síntomas de desecación.
Por desgracia, sin embargo, las encuestas ya no dicen lo mismo que decían. La misma Vanguardia que el 4 de noviembre vaticinaba que ERC sacaba de la pista al PDeCAT predice este domingo un empate a treinta escaños. Junqueras dejará de ser libre de marcar el rumbo de los acontecimientos inmediatos y Puigdemont se sacudirá de encima el papel de convidado de piedra que solo calla y da tabaco. Sin él las cuentas no salen. Y con él se complican hasta lo indecible. La diversidad de combinaciones que se abren con su concurso nos acerca a la posibilidad de tener que asistir a prolongadísimas negociaciones que aún alarguen hasta la Cuaresma el cuento de nunca acabar. Y eso sin contar con el riesgo de tener que repetir las elecciones. Solo con pensarlo dan ganas de abrirse las venas.
Ni siquiera el peor de los supuestos -pensando en el interés nacional- garantiza una investidura rápida. Imaginemos que la suma de las tres candidaturas independentistas alcanza el botín de la mayoría absoluta. ¿Estamos seguros de que la CUP respaldaría a un president que no se comprometiera a perseverar en el camino de la implementación unilateral de la República? Y si no es así, ¿levantaría el veto la lista de Domenech a una coalición de Gobierno de la que formaran parte los herederos del tres por ciento? Y aún antes que eso, ¿todavía hay margen para que Junqueras y Puigdemont sigan compartiendo el puente de mando del mismo barco? Las trifulcas que protagonizan sus respectivos partidos desde hace varios días induce a pensar que no.
Las preguntas no se acaban ahí. Declarada la incompatibilidad cupera con cualquier fórmula que suponga el acatamiento del 155 o la reformulación del procés a términos menos ambiciosos o más pacientes, ¿con quién podría pactar el PDeCat si Catalunya en Comú le da la espalda por razones higiénicas e ideológicas? ¿Cabe la posibilidad de un pacto de izquierdas -y por lo tanto sin Puigdemont- entre los que Joan Tardá ha llamado autodetrministas? No sin el PSC, desde luego. Pero el PSC ya ha renunciado a defender el derecho a decidir. ¿Mantendrá Iceta la palabra dada? La suma de ERC y la marca catalana de Podemos puede más que la de Ciudadanos y PP. ¿Se abstendrían los radicales, los convergentes y los socialistas para cerrarle la puerta, como mal menor, a un Gobierno constitucionalista de derechas? El laberinto dibuja vericuetos interminables. Es difícil encontrar la salida. Los pronósticos se convierten en arcanos de solución imprevisible.
La única certeza, con las cuentas de los sondeos en la mano, es que Arrimadas no será la nueva presidenta catalana. Salvo que la suma de Ciudadanos con socialistas y populares supere el listón de la mayoría absoluta -hipótesis no contemplada hasta ahora por ninguna encuesta-, sus posibilidades de alcanzar la investidura son nulas. Ni nacionalistas ni podemitas la quieren ver ni en pintura. Ninguna fórmula de gobierno de la que ella forme parte fundamental concitará apoyos suficientes. En eso se basa el PSC para tratar de atraer los votos esquivos del cinturón rojo de Barcelona. En manos de Ciudadanos -dice Iceta- pierden utilidad. Él les sacaría mejor partido. Y en parte tiene razón.
La única posibilidad -no hay otra- de que el próximo Gobierno catalán deje de estar en manos separatistas pasa por una carambola quimérica que hiciera posible, con él a la cabeza, una cuádruple alianza -no cabe la abstención de alguno de sus miembros- entre Ciudadanos, PSC, Catalunya en Comú y PP. Cuantos más votos coseche más fácil será que el milagro ocurra. El plan B para que pudiera convertirse en president al estilo Borgen -el apoyo simultáneo de Domenech y Junqueras y la abstención de Puigdemont-, no sería nada más que en una variante sediciosa de espoleta retardada. El precio que Iceta tendría que pagar por esa investidura sería su firme compromiso con el derecho a decidir. La voladura, en definitiva, del artículo 2 de la carta magna.
Así que hagan sus apuestas: o independentismo 2.0, o sucedáneo sedicioso con Iceta de traidor, o milagro navideño con Podemos al lado de PP y Ciudadanos o repetición de las elecciones. No se me ocurre ninguna otra opción. ¡Socorro!