Lo más escamante de todo es el protagonismo de Urkullu en esta tenebrosa historia del desarme de ETA. Desde que el lehendakari consiguió audiencia con el Secretario de Estado Pietro Parolín para ofrecerle al Vaticano la posibilidad de jugar un papel en el epílogo etarra, comenzó a crecer la sospecha de que algo raro se estaba cocinando en el fogón de Ajuria Enea.
Luego hemos sabido que Urkullu estuvo en Moncloa el martes de la semana pasada, para darle a Rajoy la primicia de lo que iba a pasar, y que el propio Rajoy iba a devolverle la visita cuatro días después en un almuerzo tempranero que no le impidiera ver el partido de fútbol entre el Athletic de Bilbao y el Real Madrid a las cuatro y cuarto de la tarde. Las prioridades conviene marcarlas como es debido.
El contexto de tanto cabildeo está muy claro: el PP había comprometido su apoyo a los presupuestos autonómicos del País Vasco y el PNV, en justa correspondencia, debía comprometer el suyo a los presupuestos generales del Estado. El zoco, por lo tanto, estaba abierto. Quid pro quo. El Gobierno quería estabilidad parlamentaria, ¿pero qué le iban a pedir a cambio?
La respuesta podemos encontrarla en la hemeroteca. Nada más ser elegido lehendakari, en enero de 2013, Urkullu acudió a La Moncloa para pedirle al presidente del Gobierno un cambio significativo en la política penitenciaria. La respuesta que obtuvo -según consta en las reseñas de prensa- es que antes de acceder a esa demanda ETA tenía que seguir haciendo gestos "más allá del cese definitivo de la violencia anunciado en octubre de 2011".
La transferencia de competencias en materia penitenciaria, por lo que sabemos, sigue siendo una de las principales contrapartidas que demandan los peneuvistas a cambio de su apoyo. Más cupo, más inversiones, menos recursos al TC y control absoluto sobre los presos y la Seguridad Social: ese es el precio que piden los cinco nacionalistas vascos con escaño en el Congreso para votar al lado del Gobierno.
No tengo duda de que el anuncio que conocimos el viernes a través de Le Monde, pretenciosamente titulado por algunos medios como "desarme definitivo de ETA", es la aportación terrorista al buen fin de este trapicheo. Ahí está la participación de Arnaldo Otegi para demostrarlo. Otra cosa distinta es que los gobiernos de Madrid y de París lo den por satisfactorio. Confío en que no sea así.
Sabemos que en los zulos que desmantelarán el 8 de abril quedan muy pocas armas, y casi todas oxidadas. Para una banda de asesinos que ha sido obligada a dejar de matar por la presión policial y la desafección de su gente, la entrega de un viejo arsenal ya prácticamente inservible sólo tiene valor simbólico. Vender eso como algo significativo es poco más que una broma pesada. Ni siquiera en un mercado de rufianes debería servir como moneda de canje.
Que Urkullu quiera hacerla valer para obtener a cambio la competencia penitenciaria que reclama es infame pero lógico. La culpa, si le sale bien, será del que paga la factura. También es lógico que Otegui trate de apaciguar la rebelión carcelaria de los suyos dándoles un poco de esperanza después del varapalo que les supuso la sentencia del Tribunal de Estrasburgo dando por buena la política de dispersión de presos.
Otegui se juega, entre otras cosas, su liderazgo en el mundo abertzale. El debilitamiento de su autoridad ha propiciado la aparición de un nuevo movimiento que se hace llamar Amnistía Ta Askatasuna (ATA), partidario de resucitar la 'Kale Borroka' para hacer frente a la política inmovilista del Gobierno. ATA le acusa de estar bajándose los pantalones a cambio de nada. Él debe demostrar que se equivocan.
Pero lo que es lógico en la cabeza del PNV y de Sortu no debería serlo en la cabeza del PP. El reciente anuncio de los etarras ni nos acerca la disolución de la banda ni pone a disposición de la justicia a los pistoleros que andan sueltos, empezando por Josu Ternera. Más que un gesto de buena voluntad es una grotesca tomadura de pelo. ¿Adiós a las armas? No. Más bien adiós a la farsa.