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Luis del Pino

Fernando Múgica, in memoriam

Siempre pude admirar en Fernando al auténtico periodista, a la persona insobornable dispuesta a ponerse al mundo por montera para perseguir la verdad.

Siempre pude admirar en Fernando al auténtico periodista, a la persona insobornable dispuesta a ponerse al mundo por montera para perseguir la verdad.
Fernando Múgica | EFE

Conocí a Fernando Múgica en la estación de Atocha. ¿Principios de 2005, tal vez? Yo ya había publicado mis primeras investigaciones sobre la masacre de Madrid y él era el maestro de periodistas que tanto había contribuido a abrirme los ojos con aquel primer artículo de su serie "Los agujeros negros del 11-M".

Llegué al lugar de la cita con antelación y él también lo hizo. Tomamos un café. Era un hombre cautivador, con esa manera socarrona de hablar de quien ha visto casi de todo y está de vuelta de casi todo, pero a la vez capaz de transmitir una cordialidad infinita, de hacerte sentir cómodo en su presencia. Era casi imposible no empatizar con él, a pesar de esa coraza que siempre percibías en su forma de expresarse. Y tenía esa forma de preguntar, a la vez incisiva y casual, que caracteriza a los buenos reporteros de investigación.

Desde entonces, nos vimos en varias docenas de ocasiones. Alguna vez colaboramos puntualmente. Muchas otras nos limitábamos a intercambiar puntos de vista sobre unas investigaciones protagonizadas, casi en exclusiva, por nuestros dos medios: El Mundo y Libertad Digital. "Si nos dejan seguir investigando", recuerdo que me decía, "es porque estamos aún muy lejos de la verdad. El día que nos acerquemos demasiado, nos meterán dos tiros". Y exhibía una sonrisa de niño travieso. Tenía la virtud de sugerir abismos como quien comenta que ha comprado dos barras de pan.

Los dos coincidíamos en que la versión oficial del 11-M no contenía un solo átomo de verdad, pero discrepábamos en cuanto a la autoría real de la matanza. Mientras que yo sostenía que era obra de las cloacas de nuestros propios servicios de información, él inscribía la masacre de Madrid dentro de una guerra mucho más global. Tenía una visión más geopolítica: el 11-M, según él, fue un atentado de bandera falsa ideado fuera de España, en el que nada salió como debía.

A él le debemos aquel primer artículo - publicado el mismo día que se anunció la retirada de las tropas españolas de Irak- en el que la versión oficial quedaba al desnudo, expuesta en toda su crudeza la inmensa chapuza con que se construyó. A él le debemos que el tribunal del 11-M dejara caer, como prueba falsa, aquel coche Skoda Fabia que apareció en Alcalá de Henares tres meses después de la masacre, cargado de prendas de ropa con el ADN de presuntos islamistas. A él le debemos, en suma, buena parte de la tarea de demolición que nos ha permitido constatar que seguimos sin saber quién cometió ese atentado.

Le escuché en muchas ocasiones comentar con ironía la actitud de algunos de nuestros compañeros de profesión, empeñados en defender lo indefendible. Pero aquella ironía no podía ocultar nunca del todo la tristeza que le causaban los ataques de alguna gente que diría lo que fuera por servir a sus amos.

Compartí con él algún viaje. Intercambiamos datos en más de una ocasión. Y siempre pude admirar en Fernando al auténtico periodista, al maestro de reporteros, a la persona insobornable dispuesta a ponerse al mundo por montera para perseguir la verdad. Fueran cuales fuesen las consecuencias. Y vaya si las tuvo su compromiso con el periodismo. "El 11-M me ha costado la vida", declaró en la que creo que es la última entrevista que le hicieron, hace ahora un año.

Resultaba difícil, para los que le conocieron, no sentir cariño por Fernando. Y resulta imposible, para los que le admirábamos, no sentir una pena inmensa por su muerte. Nos ha dejado un gran profesional y una gran persona. Alguien de quien tanto aprendí y a quien todos los españoles tanto debemos. Un hombre que amaba el periodismo hasta la extenuación.

Descansa en paz, Fernando. Dejas en nuestros corazones un inmenso agujero negro, que nadie podrá nunca llenar.

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