El hombre sin rostro es una biografía o sea un yoacuso del siniestro sujeto que sojuzga Rusia, Vladímir Vladimírovich Putin, el matonejo de barrio que ya de pequeño quería ser ¿astronauta?, qué va, espía, así que en vez de un póster de Gagarin en la dacha tenía el retrato del tenebroso Yan Berzin, héroe de la Revolución, fundador de la inteligencia militar soviética y, por aquello que pasa cuando llega San Martín, ultimado en los años 30 en una de las batidas del megahunter Iósif Stalin. "Se le restituyó el honor en 1956", explica Masha, "pero desde entonces ha permanecido en la oscuridad. Habría que ser un verdadero obseso del KGB para no solo conocer su nombre, sino también haber conseguido un retrato suyo". Vova lo era. Y seguro que a papá no le parecía del todo mal: al fin y al cabo Vladímir Putin padre perteneció (¿durante cuánto tiempo?) al NKVD.
Me fascinaba cómo una pequeña fuerza, una sola persona, podía conseguir algo que un ejército entero no podía –les dijo [Putin] a sus biógrafos–. Un solo agente de inteligencia podía determinar los destinos de miles de personas.
Vladímir Vladimírovich Putin o la voluntad, por supuesto que lo consiguió. Medrar en la cloaca, vivir en el lado oscuro, al acecho de la vida de los otros. "Putin amaba a la Unión Soviética y amaba al KGB", escribe Masha Gessen y se le escapa un pasado. Porque Putin ha seguido amándolos; hasta resucitarlos. Por eso Rusia es hoy un brutal Estado malevo, donde se persigue con saña a la oposición y a las voces independientes y se pergeñan guerras salvajes (Chechenia). Un Estado criminal que no ha dudado en practicar el terrorismo (Moscú, Riazán, ¿Beslán?) contra sus propios ciudadanos, que saben de sobra que no lo son: son súbditos.
Como dijo Kaspárov hace pocas fechas en Washington, el actual Estado ruso es absolutamente excepcional: mientras que las demás dictaduras que hay en el mundo son monárquicas, clericales o militares, la de Rusia representa el gobierno de los servicios secretos para los servicios secretos.
Esas "pocas fechas" del párrafo anterior del gran Krauthammer son de hace cinco años. Para entonces ya habían sido asesinados (o hallados muertos en las más extrañas circunstancias), encarcelados o forzados a exiliarse individuos como Anatoli Sóbchak, Serguéi Yúshenkov, Borís Berezovski, Alexánder Litvinenko, Serguéi Magnitski, Anna Politkóvskaya, Mijaíl Jodorkovsky, Vladímir Gusinski, Dimitri Rozhdestvenski y Yuri Shchekóchijin, de cuyas vidas da cumplida cuenta Gessen en este memorable libro de difuntos.
Es posible que Anna Politkóvskaya fuese víctima de las luchas de poder en Chechenia. Puede que Yuri Shchekóchijin fuese asesinado por algún empresario o político cuyos trapos sucios había aireado. Es posible que la muerte de Serguéi Yushénkov fuese, como afirmó más tarde la policía, ordenada por un rival político. Puede que Anatoli Sóbchak muriese de un ataque al corazón. Pero si todas estas posibilidades, por separado, parecen poco probables, juntas resultan casi absurdas. La verdad sencilla y evidente es que la Rusia de Putin es un país donde muchos rivales políticos y críticos destacados son asesinados y que, al menos en algunos casos, las órdenes provienen del despacho del presidente.
Por ejemplo, en el del exespía Litvinenko, asesinado con deletérea impunidad en el Reino Unido, cuna de derechos y libertades.
El asesinato de Alexánder Litvinenko fue sin duda obra del gobierno ruso, con autorización al más alto nivel; el polonio 210 que lo mató sólo se fabrica en Rusia. Su producción y exportación están estrictamente controladas por las autoridades nucleares federales, y la extracción de la dosis necesaria de la cadena de producción requiere una intervención del más alto nivel en uno de los primeros pasos de esa cadena. La autorización para una intervención así debía provenir del despacho del presidente. En otras palabras, Vladímir Putin ordenó la muerte de Alexánder Litvinenko.
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"Han ganado, amigos", sentenció ya en diciembre de 2000 Alexánder Tsipko, uno de los pioneros de la glasnost. Supo entonces que no habría tal apertura. Que habría por el contrario cerrojazo. Libertad, para qué, lo dijo hace un siglo Vladímir Lenin e insiste ahora Vladímir Putin, gran ladrón por lo demás (Masha Gessen lo enfila con los pleonexos más que con los cleptómanos): hay quien le ha calculado una fortuna de 40.000 millones de dólares.
Así que Rusia no es libre. Así que Rusia es corrupta. Y en el exterior, el parapeto de los peores canallas: Ahmadineyad, Bachar Asad, la psicopática dinastía Kim norcoreana. A la hora de emular, esta Rusia no quiere ser USA sino China, con su Estado depredador, mafioso y liberticida.
Pero el pero, qué bueno, por una vez el adversativo se revuelve contra lo pésimo. El pero es Masha Gessen, el pero son muchos de los rusos que, con ella, salieron a la calle en diciembre a clamar contra el último pucherazo electoral del capo di tutti i capi, Vladímir Vladimírovich Putin. "Estoy segura de que aquí hay más de cinco mil personas –las estimaciones llegarán hasta las diez mil–, y eso la convierte en la mayor manifestación en Rusia desde principios de los años noventa", anotará el lunes 5.
Pienso: "Esto lo he visto antes". Es el momento en que el miedo se desvanece. Alguien se introduce en un vehículo policial para rescatar a sus hermanos, y los policías antidisturbios se apartan y se lo permiten. Un momento pequeño para un gran cambio.
Masha sabe que "el problema del régimen soviético y del creado por Vladímir Putin a su imagen y semejanza" es que son "sistemas cerrados" de destrucción "impredecible". Pero igualmente sabe que las protestas los socavan. Por eso es tan importante el momento en que el miedo se desvanece. Por eso es crucial prolongar ese momento, convertirlo en todo un tempo. "La gente que se manifiesta contra el fraude electoral está de hecho exigiendo el desmantelamiento del sistema en su conjunto. Y eso, a falta de otros referentes, nos remite a la caída de la Unión Soviética. Ese proceso duró cinco años y discurrió siguiendo un ritmo de dos pasos hacia delante y uno hacia atrás. (...) una vez que se inició el proceso, el régimen tenía los días contados". "Puede que tarde meses o quizá unos pocos años, pero la burbuja de Putin estallará". "Las protestas deben continuar hasta que Putin y su círculo de confianza se den cuenta de que son una minoría muy reducida y muy mal vista"; aquí no lo sé, "muy reducida y muy mal vista", no lo tengo yo tan claro, sobre todo cuando pienso en los sectores ultranacionalistas y en los pacientes voluntarios de los cirujanos de hierro, pero por supuesto ojalá me equivoque. Y ojalá se equivoque Masha Gessen cuando, teniendo bien presente la ejecutoria del hombre sin rostro (¡por qué ese título!, el único pero. Tiene rostro Putin, esa cara de gélido criminal despiadado), aventura escenarios de futuro:
Las protestas deben continuar hasta que Putin y su círculo de confianza se den cuenta de que son una minoría muy reducida y muy mal vista, y entonces se comportarán como animales acorralados. ¿Qué les queda aún en su limitado repertorio? ¿Un atentado terrorista que permita a Putin declarar el estado de emergencia?
Ni entonces se rendiría/callaría la ejemplar Masha Gessen, que está abonada a la esperanza: aunque pudiera retrasar su caída "un año o dos", una decisión como esa "no salvaría" a la putinocracia.
Ojalá no se equivoque. Y que lo que venga después no sea un tirano, un régimen todavía peores. Es lo que tiene lo inimaginable cuando se pone a pasar: que, tantas veces, devasta.
MASHA GESSEN: EL HOMBRE SIN ROSTRO. Debate (Barcelona), 2012, 317 páginas. Traducción de Juan Manuel Ibeas Delgado y Marcos Pérez Sánchez.