Iban en mangas de camisa, con alpargatas y albarcas, con escopetas de caza, con los pantalones de faena. Campesinos, labradores, artesanos. El bando sublevado los organizó en dos columnas, con destino Madrid y Guipúzcoa, respectivamente. Como eran tantos, no había ropa ni armamento para todos, y los más salieron al frente con viejos pistolones familiares y escopetas de caza; no fue sino hasta varios días después que fueron correctamente pertrechados.
Hablamos de los requetés, los voluntarios carlistas que se alzaron contra la República. A ellos, a sus motivaciones, vivencias, experiencias, es decir, a su memoria real, no histórica, dedican Pablo Larraz Andía y Víctor Sierra-Sesúmaga esta obra monumental. No es un ensayo histórico, sino un libro de testimonios que, además, incluye un espléndido fondo documental, desde fotografías inéditas a cartas escritas desde el frente. No es un libro de historia, pero probablemente sea uno de los libros que mejor muestra las historias de la Guerra Civil, y permite recomponer ideologías, políticas y estrategias de aquel entonces.
Los carlistas de 1936 tenían en común dos cosas: eran, generalmente, de origen rural y de condición humilde –aunque también los había de las grandes capitales: algunos escaparon por poco de las chekas de Madrid o de las matanzas del Cabo Quilates– y no solían ser carlistas ortodoxos: no tenían una idea política elaborada: la mayoría, simplemente, creía en Dios y en un orden tradicional, que era el de sus padres y el de sus abuelos, y ardían de indignación ante las quemas de iglesias y conventos registradas durante la República. Se unieron al Requeté no por afinidad dinástica o tradicionalista, sino por pura e instintiva reacción a la bolchevización nacional. Por Dios y por la Patria, y sólo en tercer lugar por el Rey, al que no perdonaban su espantá de 1931.
Fueron, probablemente, la mejor milicia popular de la historia. Desde luego, fueron mucho mejores que las Brigadas Internacionales, o que las unidades italianas que combatieron a su lado; y, desde luego, más populares: y es que eran el exponente de un pueblo –el de Navarra; pero también hubo unidades andaluzas, vascas, catalanas, castellanas– masivamente levantado en armas o solidario con la causa. Del pueblo de Artajona, cuya población no llegaba a las 4.500 almas, partieron al frente 400 voluntarios. El movimiento carlista no eran sólo los tercios que luchaban en el frente: en retaguardia se organizó una compleja y completa logística de apoyo a los combatientes, en la que participaban desde las mujeres (margaritas) hasta los niños (pelayos). La suya fue una movilización ideológica total y entusiasta, que quizá explique el éxito de los sublevados.
No fueron los carlistas hostiles a la Segunda República; en un primer momento la mayoría la miraba con indiferencia, pero se mantuvieron en un segundo plano hasta que se produjo la avalancha anticatólica, la retirada de crucifijos, los palos a los curas, la quema de iglesias y conventos: demasiado para una gente que solía contar con religiosos en sus familias. Evitar un holocausto católico es una razón que no deja de repetirse en este libro a la hora de las explicaciones del alzamiento requeté: querían evitar a toda costa que, con el Frente Popular, España deviniera una dictadura soviética, que fue exactamente lo que se instauró en la zona roja. Sin mayores pretensiones políticas, al final de la guerra volvieron como buenamente pudieron a retomar sus vidas previas.
Tampoco eran franquistas: reconocían en Franco a un buen mando militar, pero tenían más confianza con Mola, que les permitió desde el principio emplear la bandera nacional frente a la republicana y cuya muerte hizo a la mayoría sospechar; desde luego, se sintieron traicionados por Franco cuando, tras el Decreto de Unificación, vieron cerradas sus sedes y mermada su personalidad. Menos aún eran fascistas: partidarios de la tradición, despreciaban la revolución, tanto de derechas como de izquierdas, y aunque reconocían el valor que mostraban los falangistas en el campo de batalla, la relación entre unos y otros en la retaguardia dejó mucho que desear. "San José era requeté; el niño Jesús, pelayo; margarita era la Virgen; y la mula, falangista", decía una célebre canción carlista.
No creían que la guerra fuese a durar mucho: en julio, el grueso creía que podría estar de vuelta en casa para la siega tardía, en septiembre. Más realistas eran los requetés huidos de Madrid, Vizcaya y Guipúzcoa, y especialmente los catalanes, agrupados en el Tercio de Montserrat, que estuvo al borde de la aniquilación.
El catolicismo insufló un particular espíritu a los requetés: de acuerdo con los testimonios aquí recogidos, estaban convencidos de que ni los regulares, ni las milicias de Falange ni las tropas moras les superaron en valor, sacrificio y arrojo. Oían misa antes del combate, y, "bien comulgadicos y confesadicos", cargaban al grito de "¡Viva Cristo Rey!". Temerarios místico-suicidas para unos, héroes generosos para otros, fueron un puntal en la victoria de los alzados, y pagaron con creces por ello: de los 60.000 requetés levantados en armas, perdieron la vida más de 6.000.
El odio ideológico no tiene lugar en estas páginas. Acerca de los fusilamientos de retaguardia, afirman unánimemente que los perpetraban quienes no tenían lo que había que tener para estar en el frente. El hecho de que los más valiosos estuviesen en las trincheras, sostienen, dejó la retaguardia expedita para los espabilados crueles. En el frente, la enemistad hacia el enemigo era relativa, o no absoluta. Abundan las anécdotas de trinchera de, diríamos, trasfondo humano: intercambios de tabaco y saludos a amigos y familiares, conversaciones sobre casi cualquier cosa...
Los requetés ganaron la guerra, pero perdieron parte de la paz. La muerte de Mola les dejó sin líder; la unificación de 1937 les hizo perder su peculiar personalidad; finalmente, la vuelta al orden luego de la consolidación del franquismo supuso también su declive, porque, de hecho, su auge extraordinario de 1936 tenía un componente sustancial de reacción instintiva y profunda contra una revolución de signo socialista. La segunda mitad del siglo XX fue la de su agonía política y social... y la de las sorpresas morrocotudas: el nacionalismo vasco, contra el que el Requeté se levantó y luchó, quiso aprovecharse de su memoria y parasitó parte del movimiento. La puntilla se la ha dado, ya en el siglo XXI, una Ley de Memoria Histórica que condena al carlismo al infierno del fascismo.
Lo mejor de este libro es que contiene memoria pura, sin manipular ni adulterar. Hablan los protagonistas, que además no esperan reconocimiento ni agradecimiento por lo que hicieron. Eso sí, para la historiografía profesional quedan los textos de Stanley G. Payne y Hugh Thomas, de primera el primero y sin fuelle y algo forzado el segundo...
PABLO LARRAZ ANDÍA y VÍCTOR SIERRA-SESÚMAGA: REQUETÉS. La Esfera (Madrid), 2010, 956 páginas.
ÓSCAR ELÍA MAÑÚ, director del programa de esRadio POR TIERRA, MAR Y AIRE.