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UNA APROXIMACIÓN HISTÓRICA

José Antonio en perspectiva

Es curiosa la revitalización de la memoria de José Antonio en estos años últimos, tras haber permanecido tanto tiempo relegado a totem semiolvidado de unas cuantas sectas falangistas. Sobre él han aparecido últimamente libros o estudios de Stanley Payne, Enrique de Aguinaga, Adriana Pena, José Díaz y Enrique Uribe, Juan A. Beighau, Adriano Gómez Molina, José A. Baonza, Mónica y Pablo Carbajosa, Paul Preston, Francisco Fuentes, Albert Matchthild o Juan Velarde Fuertes, por citar unos pocos.

Es curiosa la revitalización de la memoria de José Antonio en estos años últimos, tras haber permanecido tanto tiempo relegado a totem semiolvidado de unas cuantas sectas falangistas. Sobre él han aparecido últimamente libros o estudios de Stanley Payne, Enrique de Aguinaga, Adriana Pena, José Díaz y Enrique Uribe, Juan A. Beighau, Adriano Gómez Molina, José A. Baonza, Mónica y Pablo Carbajosa, Paul Preston, Francisco Fuentes, Albert Matchthild o Juan Velarde Fuertes, por citar unos pocos.
José Antonio Primo de Rivera
La razón, como bien observa el historiador francés Arnaud Imatz, se debe más a la personalidad del político y a su destino trágico, que a su doctrina: “Para todos aquellos que se niegan a ver o admitir la grandeza de su alma, y preguntan todavía y siempre “pero ¿qué nos ha legado verdaderamente José Antonio?”, no dejaremos de repetirles estas palabras de Unamuno: “Nos ha legado a sí mismo, ¡y un hombre vivo y eterno vale por todas las teorías y filosofías!”. No estoy muy conforme con la frase de Unamuno, pero sin duda José Antonio poseyó en grado sobresaliente esa cualidad que suele llamarse hombría, y que le valió el aprecio, aun a veces sin ganas, de enemigos políticos como Prieto, Zugazagoitia, Madariaga o Gordón Ordás.

 

José Antonio fue un político muy poco corriente, de escasa vocación, con una carga de duda intelectual y cierto sentido del humor que le hacían poco apto para declarar las “verdades” rotundas y dogmáticas propias de los jefes de partido. Tomó la política como un deber impuesto por las circunstancias; y no lo decía por mera retórica, como es la costumbre. A menudo quiso ver en otros, incluso en Azaña o Prieto, los líderes capaces de cumplir lo que él deseaba, librándole de la tarea. Su patriotismo no era estrecho ni ciego: “Le hablé de mi entusiasmo por Quevedo y él me declaró su decidida preferencia por Ronsard. En general le gustaba más la poesía francesa que la española, y sobre todo Villon. Esto me causó alguna sorpresa…”, recuerda Dionisio Ridruejo. Tenía dotes de pensador, de artista y de hombre acción, raro conjunto también, y quiso aplicarlas a la política, aunque apenas dispuso de tiempo para desarrollarlas: tres años, desde que fundó la Falange hasta su fusilamiento.

Y aunque sus enemigos le tachaban de señorito, por su procedencia, venía a ser la antítesis del tal. De extensa cultura y ánimo esforzado, preocupado por su país y ansioso de entender las claves de su época, nada más lejos de los parásitos frívolos y torpes que acertó a pintar George Borrow: “Los seres más necios y vanos de la especie humana, sin otros gustos que los goces sensuales, la ostentación en el vestir y las conversaciones obscenas. Su insolencia solo tiene igual en su bajeza y su prodigalidad en su avaricia. Las clases bajas son por lo general más corteses y, con seguridad, no más ignorantes”. Ese señoritismo, si así queremos llamarle, se ha extendido hoy por toda la sociedad, y quizá el actual interés por José Antonio refleje una reacción de disgusto o repugnancia por semejante ambiente.

Pero precisemos que el libro de Imatz nada tiene que ver con un panegírico personalista, sino que se trata de una excelente biografía analítica del político, de su evolución, de sus ideas y raíces intelectuales. Además, como señala Velarde Fuertes en su prólogo, “contiene una documentación amplísima de la evolución de las diversas, y a veces contrapuestas, organizaciones falangistas desde el 20 de noviembre de 1936 al 15 de junio de 1977, cuando su fracaso electoral pasó a ser patente”. Una investigación, pues, de gran amplitud.

El autor observa la necesidad de entender a su biografiado en las extremas circunstancias de su época. Los años 30 fueron un tiempo de crisis por excelencia, económica y aun más espiritual. En toda Europa la democracia liberal y el capitalismo parecían abocados al derrumbe o a una transformación tal que los haría irreconocibles. Para salvar lo esencial, es decir, la cultura cristiana de Occidente, frente al acoso de la nueva barbarie, fundamentalmente el materialismo marxista, se precisaban, a juicio de muchos, soluciones y actitudes heroicas, pero también una comprensión de la lógica, tanto del marxismo como del liberalismo, y un intento de adaptación mediante una síntesis aceptable entre revolución y tradición. De esa sensación urgente nació la doctrina nacionalsindicalista, a cuyo examen dedica Imatz buena parte del libro.

La crítica de José Antonio al liberalismo no es original, pues se encuadra en una larga tradición europea que él conoció bien. Tampoco es acertada. El liberalismo, como ha probado la experiencia, no es suicida ni lleva a la descomposición social ni al absoluto relativismo moral, ni convierte la verdad en una conveniencia demagógica ni en el dictamen de una mayoría electoral. Claro que con el nombre de liberalismo han circulado doctrinas y prácticas bastante diversas y aun opuestas, como las de la revolución useña y las de la revolución francesa, las de Rousseau, origen de concepciones totalitarias, y las de Adam Smith o Tocqueville. Aunque sus relaciones con la religión han solido ser conflictivas, traumáticas en algunas variantes de liberalismo, su concepción básica de la dignidad y la libertad de la persona, y la prevención frente las tendencias tiránicas del poder, tienen un evidente origen cristiano, y no es casual que hayan surgido, precisamente, en las sociedades cristianas.

Menos acertada todavía la asunción falangista de buena parte de la crítica de Marx. José Antonio acepta que el sistema capitalista se basaría en la explotación del proletariado, produciría la acumulación de riqueza en un polo y de pobreza en el otro, destruiría la pequeña y media propiedad, generaría necesariamente crisis de sobreproducción, etc.:   “Las previsiones de Marx se vienen cumpliendo más o menos deprisa, pero implacablemente”, concluía, con cierto apresuramiento, en aquellos años de la Gran Depresión. No obstante, rechazaba el marxismo por otras razones: “Si la revolución socialista no fuera otra cosa que la implantación de un nuevo orden económico, no nos asustaríamos. Lo que pasa es que la revolución socialista (…) es el triunfo de un sentido materialista de la vida y de la historia (…) Nosotros somos también anticomunistas, pero no porque nos arredre la transformación de un orden económico en que hay tantos desheredados, sino porque el comunismo es la negación del sentido occidental, cristiano y español de la existencia” (citas en el libro de Imatz).

La solución de síntesis pretendida, el nacionalsindicalismo, debía conjugar los elementos positivos del liberalismo (como la igualdad ante la ley, los derechos básicos del individuo) con los del socialismo (la economía controlada por el gobierno en pro de un reparto “equitativo” de la riqueza, etc.), salvando la primacía de lo espiritual. Pero siendo superficial o falsa en gran medida su base crítica, la concreción práctica de ese empeño –producción organizada por los sindicatos, nacionalización de la banca, “democracia orgánica” y demás– nunca funcionó ni podía funcionar. Y el franquismo la aplicó solo muy parcialmente (para desesperación de los falangistas “puros”) y en esa medida no contribuyó precisamente a la prosperidad del país.

De todas formas la doctrina joseantoniana y su crítica al liberalismo y al marxismo no son tan triviales que puedan despacharse en unas cuantas líneas, y aquí solo pretendo exponer un par de indicios de lo que Imatz trata en un largo capítulo de más de 130 páginas, incluyendo el amplio trasfondo intelectual de la especulación joseantoniana, aun si algunas observaciones del biógrafo son, lógicamente, discutibles.

Otra cuestión de interés, entre las muchas planteadas y planteables en el libro: ¿fue la Falange un fascismo? La palabra ha sido tan bastardeada por la propaganda que ha llegado a significar poca cosa. Unifica, por ejemplo, al fascismo propiamente dicho de Mussolini, poco sanguinario entre otras cosas, y al nacionalsocialismo de Hitler, incomparablemente más absolutista (en su clásico estudio, Hanna Arendt no consideraba totalitario al régimen italiano). La Falange fue, desde luego, lo más parecido al fascismo que hubo en España. Le diferenciaba del fascismo italiano su básica identificación con la tradición católica, en contraste con las tendencias paganoides y evocaciones de la Roma imperial en aquél. Ese mismo elemento cristiano lo separaba aún más del nacionalsocialismo, y no digamos de su racismo, incompatible con la realidad demográfica e histórica de España, así como con la idea imperial ecuménica de la Falange; le diferenciaba también el menor énfasis de José Antonio en la prepotencia de la comunidad y del estado sobre el individuo.

En este renovado interés por un factor importante de nuestra historia reciente, el libro de Imatz es un estudio destacado, que abre incitantes vías de investigación en el terreno de la historia y del pensamiento político.

Arnaud Imatz.
José Antonio, entre el odio y el amor. Su historia como fue. 624 páginas, 23 euros. Madrid, Áltera, 2006.
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