En apenas unas líneas se puede contar la vida de Müller: nació en Timisoara, una región rumana con fuerte presencia histórica de gentes de origen alemán, como ella misma. Estudió Filología y compaginó su trabajo como traductora de manuales en una fábrica con su actividad como escritora y en defensa de las minorías durante la dictadura de Ceaucescu. En 1987 decidirá abandonar el país y emigrar a Berlín. En La bestia del corazón, ella misma nos cuenta el resto, desde los recuerdos, a retazos, de su incomprensión infantil del mundo y de su soledad, hasta la claudicación de su marcha a Alemania, precedida por aquellos que ni siquiera tenían derecho a un pasaporte y murieron en la fuga.
Müller toma como punto de arranque de la transformación de la protagonista (¿una sosias anónima?) el suicidio de una de sus compañeras de facultad, Lola. Será el comienzo de su lucha por intentar conservar su yo, su derecho a pensar, a soñar y a ser libre, frente a la aniquiladora maquinaria del Estado. La joven pasará de ser un número más en una habitación de chicas que sólo se distinguen por el número de medias que portan en su maleta a convertirse en la memoria de Lola a través de lo que leyó en su diario, recuerdo constante de sus deseos de enamorarse, de avanzar, de cambiar de vida, ideal de aquellos que se atrevían a pensar bajo la dictadura de Ceaucescu.
Al cabo comprueba que no está sola. Tres jóvenes de la residencia masculina, que también desconfían de la verdadera naturaleza de la muerte de Lola, le enseñan a resistir al Estado a través de la llave escondida de una casa de verano que guarda algunos de los libros que ni ellos ni nadie están autorizados a leer. Los cuatro evolucionarán juntos y tratarán de resistir a los intentos de los defensores de la dictadura de destruir su individualidad, su libertad y su futuro.
Nada en la novela de Müller escapa a la tiranía del Estado. Nada es fácil, o bello. Y nada apunta a la esperanza. No hay espacio para el amor, y apenas existe, salvo algún retazo, la amistad. No hay relajación ni tregua: la vida de los protagonistas se basa en una lucha constante por salvarse a sí mismos, por conservar la lucidez, la cordura, el derecho a plantearse la forma de ver el mundo frente a quienes prefieren o no tienen más remedio que verse arrastrados por esa masa uniforme que desde el Gobierno se pretende construir. Los jóvenes protagonistas ordenan su vida en función de las cartas que se envían, en las que intentan recordarse a sí mismos quiénes son, y en las que siempre introducen un cabello para esquivar la vigilancia del régimen. Una lucha en apariencia insignificante y casi absurda, basada en fotos robadas y listas con nombres de desaparecidos de la dictadura enviadas al exterior, que les sirve, al menos, para tratar de sentirse algo más libres y tomar aire en Rumanía, país-prisión.
La muerte y el miedo impregnan toda la obra. La muerte inevitable de los más allegados, cuya libertad ha sido cercenada desde el principio por el Estado. La muerte elegida de quienes deciden dejar de luchar. Y la muerte de los que caen víctimas de la represión del régimen, que esconde sus armas pero alimenta el terror entre la población. La vigilancia, como Müller deja caer a lo largo de todas las páginas, es continua y asfixiante. Maletas y cartas abiertas, hombres que, disfrazados de inocentes caminantes, siguen sus pasos, y, finalmente, los interrogatorios absurdos del capitán Pjele, junto con las amenazas a las familias por su frágil resistencia a la dictadura.
Unos versos resumen los intentos de los protagonistas de recordar que deben seguir intentando ser libres:
Müller toma como punto de arranque de la transformación de la protagonista (¿una sosias anónima?) el suicidio de una de sus compañeras de facultad, Lola. Será el comienzo de su lucha por intentar conservar su yo, su derecho a pensar, a soñar y a ser libre, frente a la aniquiladora maquinaria del Estado. La joven pasará de ser un número más en una habitación de chicas que sólo se distinguen por el número de medias que portan en su maleta a convertirse en la memoria de Lola a través de lo que leyó en su diario, recuerdo constante de sus deseos de enamorarse, de avanzar, de cambiar de vida, ideal de aquellos que se atrevían a pensar bajo la dictadura de Ceaucescu.
Al cabo comprueba que no está sola. Tres jóvenes de la residencia masculina, que también desconfían de la verdadera naturaleza de la muerte de Lola, le enseñan a resistir al Estado a través de la llave escondida de una casa de verano que guarda algunos de los libros que ni ellos ni nadie están autorizados a leer. Los cuatro evolucionarán juntos y tratarán de resistir a los intentos de los defensores de la dictadura de destruir su individualidad, su libertad y su futuro.
Nada en la novela de Müller escapa a la tiranía del Estado. Nada es fácil, o bello. Y nada apunta a la esperanza. No hay espacio para el amor, y apenas existe, salvo algún retazo, la amistad. No hay relajación ni tregua: la vida de los protagonistas se basa en una lucha constante por salvarse a sí mismos, por conservar la lucidez, la cordura, el derecho a plantearse la forma de ver el mundo frente a quienes prefieren o no tienen más remedio que verse arrastrados por esa masa uniforme que desde el Gobierno se pretende construir. Los jóvenes protagonistas ordenan su vida en función de las cartas que se envían, en las que intentan recordarse a sí mismos quiénes son, y en las que siempre introducen un cabello para esquivar la vigilancia del régimen. Una lucha en apariencia insignificante y casi absurda, basada en fotos robadas y listas con nombres de desaparecidos de la dictadura enviadas al exterior, que les sirve, al menos, para tratar de sentirse algo más libres y tomar aire en Rumanía, país-prisión.
La muerte y el miedo impregnan toda la obra. La muerte inevitable de los más allegados, cuya libertad ha sido cercenada desde el principio por el Estado. La muerte elegida de quienes deciden dejar de luchar. Y la muerte de los que caen víctimas de la represión del régimen, que esconde sus armas pero alimenta el terror entre la población. La vigilancia, como Müller deja caer a lo largo de todas las páginas, es continua y asfixiante. Maletas y cartas abiertas, hombres que, disfrazados de inocentes caminantes, siguen sus pasos, y, finalmente, los interrogatorios absurdos del capitán Pjele, junto con las amenazas a las familias por su frágil resistencia a la dictadura.
Unos versos resumen los intentos de los protagonistas de recordar que deben seguir intentando ser libres:
Todo el mundo tenía un amigo en cada pedazo de nube
Es lo que pasa con los amigos en un mundo donde todo es terror
También mi madre me dijo: es muy normal
Los amigos no vienen a cuento
Piensa en cosas más serias.
La canción se evoca a menudo en una obra en que la poesía es el instrumento elegido para hacer llegar al lector el encierro y la angustia de los personajes. Sin perder el hilo de una narración que es, en realidad, el resumen de una vida, su propia vida, Müller se detiene en los detalles, con descripciones basadas en metáforas que se repiten a lo largo de toda la obra. Expresiones como "melones de madera" o "bebedores de sangre" resumen la rutina de los obreros rumanos. Nuez, soga o ventana son los términos que la autora elige para referirse eufemísticamente al suicidio, y que consiguen transmitir al lector el miedo a la muerte y, por tanto, al fracaso final. Ella, de niña, conjura ese miedo citando el nombre de las plantas, las únicas que parecen escapar de la maquinaria del régimen. Los dementes también tienen aún, desde su visión, derecho a ser ellos mismos, y Müller se detiene en las descripciones de los locos, a los que la dictadura deja vivir en una esquina, ignorantes, abandonados y, por tanto, libres.
Una de esas dementes, su propia abuela, enseña a la protagonista que ella –y todos– tiene muy dentro una bestia en el corazón. Un animal que es su yo más íntimo. El autor de sus impulsos más incomprensibles. El único que puede ahuyentar las llamadas de la muerte. Y que debemos proteger para seguir siendo nosotros mismos.
La abuela se lo enseña y Herta Müller se lo cuenta a sus lectores, que conocen, a su lado, ese empuje por defender la libertad propia en un entorno que hace todo lo posible por aplastar los deseos.
Herta Müller tuvo que irse de su país para conseguirlo; y tras su amargura esconde un consejo: jamás dejemos que nos arrebaten esa bestia del corazón que cada uno llevamos dentro.
HERTA MÜLLER: LA BESTIA DEL CORAZÓN. Siruela (Madrid) 2009, 166 páginas.
Una de esas dementes, su propia abuela, enseña a la protagonista que ella –y todos– tiene muy dentro una bestia en el corazón. Un animal que es su yo más íntimo. El autor de sus impulsos más incomprensibles. El único que puede ahuyentar las llamadas de la muerte. Y que debemos proteger para seguir siendo nosotros mismos.
La abuela se lo enseña y Herta Müller se lo cuenta a sus lectores, que conocen, a su lado, ese empuje por defender la libertad propia en un entorno que hace todo lo posible por aplastar los deseos.
Herta Müller tuvo que irse de su país para conseguirlo; y tras su amargura esconde un consejo: jamás dejemos que nos arrebaten esa bestia del corazón que cada uno llevamos dentro.
HERTA MÜLLER: LA BESTIA DEL CORAZÓN. Siruela (Madrid) 2009, 166 páginas.