Allí nace el protagonista, en el 37, y se cría con su madre y sus dos hermanas. Rubin, el padre, comunista y judío, muere en 1940.
A pesar de esos datos familiares, Glucksmann nunca se considerará un desarraigado. Francia es su patria. Glucksmann es, por encima de cualquier otra consideración, un ciudadano francés. Da gusto leer a un hombre que ama a su nación. Ha conseguido superar los tópicos sobre el judío: ni desarraigado ni paria. Es un pensador francés, que ha mostrado a Europa que sin la liberación, que viene de América, de EEUU, ni su país ni el resto de Europa, tienen porvenir. Occidente no puede escindirse.
Estamos ante una obra filosófica, bellísimamente escrita, guiada por una de las diosas principales del Olimpo. Es imposible comprender el pensamiento de Glucksmann sin tener presente a la diosa griega que nunca se quitó la coraza, conservó siempre el casco en la cabeza y nadie, jamás, pudo despojarla de la lanza que lleva en la mano. Atenea ha enseñado a nuestro autor que la sabiduría hay que defenderla con uñas y dientes. La diosa de la sabiduría es la principal inspiradora del texto de un filósofo de combate. De alguien que se interroga permanentemente.
Es un libro de filosofía lleno de historias. De vida. La inteligente narración de esa vida es uno de sus principales hallazgos. El autor cuenta, cuenta y cuenta maravillosamente para pensar con claridad. Sumergirse en la lectura de estas memorias es tanto como asistir a la evolución del mal en el siglo XX. Al lector le costará poder distinguir la prosa de la historia, de la vida, del verso, del pensamiento del filósofo que jamás deja de interrogarse ante el mal.
Su biografía es su filosofía. Es una obra a contracorriente de las ideologías dominantes. Lejos de los cánones de la modernidad, estamos ante una obra clásica. El destino del autor es su filosofía. La voluntad de afirmarse frente al mal domina toda la narración. No hay concesión alguna a la libertad racional. La libertad es vida antes que pensamiento. La libertad es subjetiva.
Alejado de cualquier forma de racionalismo contrafáctico, Glucksmann es capaz de mediar entre el catastrofismo intelectual y el desbordamiento eufórico del político profesional. Porque mira de frente al destino para plantarle cara, nunca baja la guardia para enfrentarse al absurdo. Se rebela contra quien cierra los ojos para no ver el mal: "Desde mi cólera de niño judío hasta la infelicidad solitaria de los chechenios estos últimos años, el consejo reiterado de mirar hacia otra parte (wegschauen en alemán) me subleva".
Este hombre enseña con sencillez socrática para qué sirve la filosofía. Ésta es camino y fin para que el hombre sea capaz de enfrentarse a la inhumanidad de la humanidad. Nietzsche es el inspirador último de este libro tan duro como bello. Implacable y despiadado incluso consigo mismo: "Con el fin de desafiar a la humanidad, debo desnudar lo inhumano en mí y desvelarlo a mi alrededor".
Nadie como su madre, que le dejó elegir libremente a los diez años quedarse en Francia o regresar con ella a Viena después de acabar la guerra, le enseñó a vivir libremente y a mirar el mal para enfrentarlo. Las páginas dedicadas a la madre vertebran la obra. Son páginas de altísima filosofía y espléndida escritura. A veces poéticas y a veces filosóficas. Dicho de otro modo: Mallarmé y Baudelaire no han influido en Glucksmann menos que Descartes, Aron y Sartre.
Más que un libro de memorias, y muchísimo más que una autobiografía para saldar cuentas con lo más inquietante de su pasado, es una filosofía existencialista para combatir el mal, el espanto y el horror de nuestra época, que se abre con la Primera Guerra Mundial y se cierra con la globalización del terrorismo. El empeoramiento es obvio: mientras que el número de bajas civiles no llegó al 20% en la Primera Gran Guerra, la época actual del terrorismo a escala internacional exhibe un escandaloso 80% de muertos sin uniforme militar. La pulsión genocida ya no es monopolio de nadie. "Las decenas de millones de muertos en guerra –sin contar las revoluciones– desde 1945 son civiles en un 80 por ciento. Ya no hay retaguardias. Nadie se libra. El civil es el blanco".
Adquirir conciencia de ese peligro es el único impulso capaz de crear una especie de "solidaridad de los descalabrados" –término acuñado por el filósofo Jan Patocka– para enfrentarse al nihilismo de nuestra época. Es la única propuesta, si es que hay alguna, de una filosofía de combate, de lucha, contra el mal.
Pensamiento realista. Carnal. No hay elucubración que no esté atravesada por la vida de este hombre. El último capítulo, dedicado al sentido de Europa, es un ejemplo narrativo de toda la obra. Cuenta su encuentro, en Praga, con Václav Havel y otros disidentes que habían firmado la Carta 77, y rinde homenaje al filósofo Jan Patocka.
Una autobiografía ensayística. Sincera y nietzscheana. Pasa por la prueba del caos y, cuando uno cree que vive en su absurdo, encuentra que le planta cara al sin-sentido. Glucksmanan no vive en el absurdo, sino frente al absurdo. Un relato autobiográfico para filosofar. Nos muestra los caminos que le enseñaron a interrogarse a sí mismo. Eso es la filosofía. Algo a lo que todo el mundo puede, y debe, acceder.