(...) ETA llegó a contar con muchos más recursos entre 1993 y 2002 que después de este último año. Aunque mis estimaciones no son completas, porque faltan datos –principalmente referentes al rendimiento de los tráficos ilícitos y las empresas mercantiles, así como algunas posibles subvenciones al grupo Orain y a Gestoras Pro-Amnistía– y porque no se ha podido establecer la cuantía del fraude fiscal o está subvalorado el fraude a la Seguridad Social, es llamativo que la cifra total del primer período sea casi cuatro veces mayor que la del segundo. Si el entramado etarra pudo manejar al menos 28,1 millones de euros al año entre 1993 y 2002, en la etapa más reciente sólo ha dispuesto de 7,5 millones anuales. La ilegalización de Batasuna y la suspensión judicial de las actividades de una buena parte de las organizaciones que estuvieron en la órbita de ETA han ocasionado una gran dificultad para que ésta se provea de recursos financieros. Ello no obsta para que la organización terrorista cuente aún con posibilidades de obtención de fondos, en especial si logra mantener su representación política en el Parlamento vasco y en los ayuntamientos.
En segundo término, debe destacarse que el modelo de depredación de recursos correspondiente al decenio anterior a la ilegalización de Batasuna fue mucho más complejo que el actual. Así, entre 1993 y 2002 la fuente principal de la que se nutrió el entramado terrorista estuvo constituida por las subvenciones públicas, que aportaron casi el 57 por ciento del total de los recursos contabilizados. El terrorismo de ETA ha sido financiado de este modo por las administraciones, debido, sin duda, a que los estrategas de la banda han sabido explotar los resquicios que, para ello, ofrecía el sistema institucional, y a que los responsables políticos de la gestión de éste han preferido no mirar qué es lo que se escondía tras las entidades que solicitaban el amparo económico público. La excepción que en esto supuso la negativa de Felipe González a hacer efectivas las subvenciones a Herri Batasuna –a las que tenía derecho como partido político con representación parlamentaria– es el contrapunto moral a las actitudes de connivencia con el terrorismo que han imperado en las administraciones públicas del País Vasco.
En ese mismo período también tuvieron un cierto relieve la extorsión llevada a cabo a los empresarios –aunque su participación de sólo el 14 por ciento en el total de los recursos señale sus límites y desmienta la hipervaloración que este fenómeno ha tenido en los medios de comunicación– y el rendimiento de los negocios controlados por la organización terrorista –que, según mi estimación, supera el 12 por ciento–. Y con una menor participación se anota el papel del fraude –categoría que, con casi el 7 por ciento, recoge las cuotas dejadas de abonar a la Seguridad Social y el desvío de los fondos municipales– y el de las otras fuentes –donde se integran los recursos de origen desconocido y el principal y los intereses de un crédito fallido otorgado por la Caja Laboral Popular a Batasuna que aportan en total un 8 por ciento–. Finalmente, las rifas y donativos no alcanzan el 2 por ciento del total de dinero del que ha dispuesto el entramado etarra.
El modelo que corresponde a los años recientes, entre 2003 y 2008, es muy distinto. Ahora el papel principal lo comparten las cuotas de afiliación de los proetarras y la extorsión, con el 26 y el 27 por ciento del total, respectivamente. Las actividades mercantiles realizadas en las herriko tabernas son también muy importantes, ya que aportan más del 21 por ciento de los recursos. Y las subvenciones públicas caen en su participación al 13 por ciento, quedando las rifas y donativos en el 10 por ciento, y el saqueo en algo más del 3 por ciento. Nótese que, al cerrarse el grifo de los recursos públicos, ETA ha tenido que incrementar sus esfuerzos en la realización de actividades delictivas o fraudulentas para poder financiarse y, además, ha tenido que pedir un esfuerzo a sus partidarios para que aporten dinero a la organización. Y ello para obtener, como antes se ha apuntado, unas cantidades que no llegan a la cuarta parte de las que dispuso en la década de los noventa. Es evidente así que, si se cerraran completamente las fuentes de subvenciones y se apretara el cerco a las actividades económicas que se desarrollan en las herriko tabernas, podría provocarse el colapso financiero de ETA, aun cuando ésta pudiera continuar ejerciendo la extorsión a los empresarios vascos.
Un tercer aspecto a considerar es el que se refiere al origen de las subvenciones con las que ha contado el entramado etarra. Los datos disponibles no dejan ninguna duda acerca del importantísimo papel que ha ejercido el gobierno vasco en la provisión de recursos financieros a las diversas entidades del entramado terrorista. No se discute aquí la legalidad de las concesiones de fondos que, al amparo de diferentes programas presupuestarios, ha hecho ese ejecutivo, aunque no son irrelevantes en esto las irregularidades a las que, al parecer de manera generalizada, según los informes del Tribunal Vasco de Cuentas, han estado sujetas. Éste no es sólo, ni principalmente, un problema de legalidad, sino más bien un asunto de carácter político. El gobierno vasco, dominado durante un cuarto de siglo por el PNV, se ha sujetado a una impronta independentista en su relación con las organizaciones dirigidas en la sombra por ETA. Digamos que a la política nacionalista le ha convenido siempre tener a mano el terrorismo para impulsar y sostener su hegemonía en el País Vasco. Y por eso, cuando había que tomar decisiones de financiación, se ha mirado para otra parte y no se ha querido reconocer lo que para todo el mundo es evidente: que las subvenciones otorgadas alimentan la capacidad política y organizativa del terrorismo.
Entre 1993 y 2002, tres cuartas partes de los fondos públicos que fueron a parar a manos del entorno organizativo de ETA procedían de los presupuestos del gobierno vasco. Y también se constata que, aunque con una aportación menor, todas las demás administraciones –incluyendo a la Unión Europea– incurrieron en la misma política. Las del País Vasco, después de 2003, cuando ya no podía caber duda alguna de la vinculación de determinadas organizaciones con ETA, continuaron concediendo subvenciones, en unos casos con la deliberada intención de favorecer los intereses radicales –como en el caso de las otorgadas a los familiares de presos y sus asociaciones– y en otros al amparo de la legalidad formal de la representación política de ETA en el Parlamento y en los ayuntamientos. Una representación que se logró, sin duda, gracias a la permisividad del gobierno español presidido por Rodríguez Zapatero que, en el momento que hubiera sido oportuno para evitarla, no quiso ejercer sus competencias en materia de partidos políticos para no perturbar su ilusoria negociación con la banda terrorista. Ello hizo que se perdiera toda una legislatura para avanzar hacia la derrota de ETA, toda vez que la mencionada negociación resultó fracasada.
En cuarto lugar, ha de hacerse alguna reflexión acerca de la lucha contra la financiación del terrorismo a la vista de los hechos relatados en este capítulo. La Audiencia Nacional tiene abierto un sumario secreto sobre la extorsión a los empresarios desde 1998. Se trata, al parecer, de una de esas macroinvestigaciones que progresan a un ritmo tan pausado que pueden no acabar nunca. Todo lo contrario de los sumarios que se han instruido en Francia y que han dado lugar a dos procesos sobre este tipo de delitos. Y, mientras tanto, la extorsión nunca ha cesado aunque su intensidad haya sido variable. Debe, por ello, concluirse que la política que se ha seguido en España en esta materia ha sido muy ineficaz.
Además, con respecto a la extorsión, las autoridades judiciales españolas, con la aprobación de la fiscalía, han exonerado de responsabilidad a casi todos los empresarios que han pagado a ETA, aplicando en la fase de instrucción de las diligencias sumariales la eximente de estado de necesidad. Aunque sea probable que en muchos casos el miedo haya sido insuperable y la aplicación de esa eximente correcta, el resultado de esa política penal ha sido, en mi opinión, pernicioso. En la sociedad vasca se ha instalado la idea de que la impunidad es un derecho del que paga a los terroristas. Más aún, los empresarios que pagan han sido tratados, en muchos casos, con una deferencia sorprendente, pues lo que se premia así no es otra cosa que la cobardía. Sin embargo, no ha habido tanto aliento para los verdaderos héroes de esta historia, para los que se han resistido a la extorsión y se han negado a hacer efectiva la financiación del terrorismo con su dinero. Por todo ello, creo que se debería modificar la práctica penal en este asunto, de manera que se abrieran juicios orales a los que han cedido ante la extorsión, y que fuera el tribunal juzgador el que apreciara, en cada caso, las circunstancias que pudieran justificar la inexistencia de responsabilidad.
Pero, como se ha visto, en la financiación de ETA la extorsión es sólo una parte. Las subvenciones, las actividades mercantiles, las cuotas o los donativos son, en su conjunto, mucho más relevantes. Y la política en materia de financiación del terrorismo también ha sido ineficaz en este terreno. Lo ha sido, en primer lugar, por tardía, pues no fue hasta 2003 cuando se contó con el primer instrumento legal al respecto: la Ley de Prevención y Bloqueo de la Financiación del Terrorismo. Y, además, por inoperante, pues el Ministerio del Interior –sobre el que pende la competencia correspondiente– no ha sido diligente en la aplicación de esa ley. Así, según informó el gobierno en la respuesta a una pregunta parlamentaria, entre 2004 y 2007 la Comisión de Vigilancia de las Actividades de Financiación del Terrorismo sólo estudió 74 operaciones anuales en esta materia y en ningún caso ordenó su bloqueo. Ése es el motivo por el que las cuentas de Batasuna, ANV o el PCTV, y de otras entidades pertenecientes al entramado etarra, sólo han sido bloqueadas cuando la autoridad judicial, tras alargadas investigaciones, así lo ha determinado; pero hasta ese momento nunca han encontrado trabas en el Ministerio del Interior, que, sin embargo, tiene competencias administrativas para ello.
Finalmente, se tiene que poner de relieve que el conjunto de los recursos depredados por ETA supone una fracción mínima del conjunto de la economía. Entre 1993 y 2002 fue del 0,07 por ciento del Producto Interior Bruto (PIB) del País Vasco; y entre 2003 y 2008 apenas superó el 0,01 por ciento de esa magnitud macroeconómica. Este resultado no debe sorprender a nadie, pues reproduce lo que se ha observado en otros países. El terrorismo es una forma singular de guerra, (...); y un componente esencial de esa singularidad es precisamente que requiere pocos recursos para alimentar su movilización. La guerra terrorista es una guerra barata, accesible a cualquier grupo decidido a sostener un conflicto prolongado e irregular, en espera del desistimiento del contrario. Por ese motivo, es tan difícil de combatir y erradicar. Ésta es una lección que debe aprenderse para que el diseño de la política antiterrorista conduzca a los resultados deseados, pues sólo si la respuesta del Estado es persistente y se sostiene sobre una estrategia bien definida, a salvo de cambios coyunturales, puede esperarse la derrota de ETA. En esa estrategia debe desempeñar un papel relevante el cierre a la organización terrorista del acceso a cualquiera de las fuentes de recursos financieros, pues, por estrechas que sean éstas, podrán ser aprovechadas, incluso en etapas de repliegue, para mantenerse en espera de que unas mejores circunstancias propicien su regeneración.
NOTA: Este texto es un fragmento del capítulo 2 de ETA, S. A., que sale a la venta mañana viernes, día 4.
El sábado, a partir de las 15.30 horas, MIKEL BUESA presentará ésta su más reciente obra en LD Libros, en una entrevista con MARIO NOYA.