Sir John Elliott es inglés pero no es perezoso ni narcisista, y sabe que una leyenda es sólo eso. Catedrático de Oxford, profesor en Princeton, su más reciente libro es un estudio comparado, equilibrado y documentado, de la colonización española y británica en América.
España comenzó la conquista 100 años antes que Inglaterra. Tuvo las ventajas y desventajas del pionero. Sirvió de modelo a los británicos. Se enfrentó a problemas tan complejos como una geografía imposible y la integración de enormes poblaciones indígenas.
La Corona española fue intervencionista desde el principio. "Desafiando las leyes del tiempo y del espacio", realizó un esfuerzo consciente y coherente por integrar los nuevos territorios ("reinos, no colonias") en los dominios de la Monarquía Hispánica. Los indígenas fueron evangelizados e incorporados a la civilización y al "modo de vida español". El compromiso de la Corona por asegurar la justicia para los nativos fue claro y continuado: "No es fácil hallar algo similar en la historia de otros imperios coloniales". Se estimularon los matrimonios interétnicos, sugió el mestizaje. Los esclavos africanos disfrutaron de oportunidades de mejora social y libertad que sus compañeros del norte ni podían soñar.
Claro que el hallazgo de metales preciosos aumentó el interés de la Corona y favoreció la rápida expansión de la burocracia real. Y fue esa misma riqueza y la dócil mano de obra indígena disponible lo que con el devenir del tiempo melló el espíritu emprendedor de los inicios y perpetuó una concepción de la riqueza que empezaba a quedar anticuada, basada más en la posesión y el control que en el riesgo, la innovación y el comercio.
Inglaterra comenzó su colonización "tras un siglo de reforma protestante, con un Parlamento afianzado y nuevas ideas en Europa sobre la ordenación correcta del Estado y su economía". La geografía de las trece colonias era benigna, los ríos navegables y los indígenas escasos. La ausencia de plata y mano de obra nativa tuvo dos efectos: por un lado permitió a la Corona inglesa, concentrada en el esfuerzo por subyugar Irlanda, adoptar un "perfil bajo"; por otro, "obligó a los pobladores a centrase más en el desarrollo que en la explotación (…) reforzando el valor de la autosuficiencia, el trabajo duro y la iniciativa".
El empeño hispano por "elevar" los indígenas a los niveles de civilización europeos no fue tan importante para los británicos. Su esfuerzo por convertirlos a la fe cristiana fue pronto abandonado. La Iglesia Anglicana no arraigó. Igual que hicieron con los irlandeses, los indios fueron excluidos y empujados a los límites del territorio, lo que proporcionó a los colonos más libertad de maniobra para "conformar la realidad según su imaginación". Además, la "debilidad imperial" les acostumbró a gobernarse solos, y "fue a largo plazo fuente de fortaleza para esas sociedades".
Cuando Inglaterra quiso establecer un marco coherente para explotar los recursos de sus colonias ya era demasiado tarde; en realidad, como observó Adam Smith, el imperio americano "había existido sólo en su imaginación".
Quizás Elliott, hijo de su tiempo, exagera la importancia del afán de lucro en la empresa americana. Tampoco analiza, conscientemente, los avatares del Canadá. Quizás olvida sin querer el papel de la masonería en las guerras de independencia. Pero no deja de mencionar el efecto pernicioso de la "sopa boba" en los ánimos y los caracteres, ni la desesperante burocracia española, "tumba de tantas buenas intenciones". Y tampoco olvida el poderoso espíritu emprendedor hispano y la confianza que tuvo España en su capacidad para transmitir a otros pueblos los beneficios de su religión y su civilización. Cualidades tan valiosas para enfrentarse a la globalización de entonces como a la actual.
JOHN ELLIOTT: EMPIRES OF THE ATLANTIC WORLD. BRITAIN AND SPAIN IN AMERICA 1492-1830. Yale University Press (Londres), 2006; 546 páginas. La version en español se titula IMPERIOS DEL MUNDO ATLÁNTICO y acaba de publicarla la editorial Taurus.