Aunque casi toda la bibliografía de izquierdas insiste mucho en conspiraciones antirrepublicanas de la derecha desde la misma instauración del régimen, ello no responde a la realidad. La derecha llegó al nacimiento del nuevo régimen desprestigiada, desmoralizada y desorganizada. Comenzó a rehacerse a partir de grupos heterogéneos, provinciales o regionales, de sectores monárquicos y de otros ligados a la Iglesia. Además, fue la derecha monárquica quien entregó el poder a los republicanos, como hemos visto, en una esperpéntica rendición moral.
Al esperpento monárquico se sumó el republicano cuando las Cortes, en noviembre, encausaron y condenaron a Alfonso XIII, el rey que les había permitido presentarse a unas elecciones después de haber intentado un pronunciamiento contra él, que había ganado los comicios y sin embargo les había regalado el poder. A ese rey tan increíblemente beneficioso para ellos le correspondían acusándolo de "la más criminal violación del orden jurídico de su país", de perjurio por haber traicionado la Constitución de 1876 al permitir la dictadura de Primo de Rivera. ¡Una Constitución que nunca habían reconocido los republicanos, los anarquistas, los socialistas o los separatistas, atacándola sin tregua y rebelándose sangrientamente contra ella en 1917! Y de pronto esa Constitución les parecía sacrosanta… Los socialistas, además, habían colaborado con la dictadura, haciéndose partícipes del mismo delito achacado al rey. Un esperpento similar se repetiría en 1936 contra Alcalá-Zamora.
Las Cortes privaban al rey de "la paz pública"; "cualquier ciudadano español podrá aprehender su persona si penetra en el territorio nacional". Y lo despojaba de "todas las dignidades, honores y títulos", así como de "todos los bienes, acciones y derechos". Azaña, fastidiado, comenta del dictamen en sus diarios: "Mal escrito, mal pensado, declamatorio, pueril. Contiene disparates como acusar al rey de un delito de lesa majestad… contra el pueblo (…) Chocarrero". Romanones defendió al rey, siempre en su estilo, y sigue Azaña: "¡Lo que es la falta de autoridad! (…). No tuvo ni un acento elevado. La defensa de la dinastía y del rey suscitó risas. Son tal para cual".
En general, las historias de la República apenas prestan atención al episodio, considerándolo más bien anecdótico. En un sentido lo es, pero al mismo tiempo volvía a confirmar la desastrosa calidad política –y no solo política– del personal republicano; un factor difícil de concretar, pero bien visible a cada paso, y de influencia decisiva en los destinos del régimen. Aquellas gentes, pensando hacerse las revolucionarias al "derrotar" y humillar a quien, en definitiva, les había proporcionado una fácil victoria, mostraban de nuevo su habilidad para crearse enemigos gratuitamente. Sus peligrosas actuaciones no sólo contravenían las normas democráticas, sino el mero sentido común.
A las derechas, que se reorganizaban con rapidez, se les planteó el problema de la política que adoptar ante la deriva del régimen. En medios monárquicos cundió una actitud de rebeldía, y, ya a raíz de las jornadas incendiarias de mayo, los carlistas comenzaron a formar piquetes para defender las iglesias, tomando luego medidas para organizar una resistencia clandestina. Los monárquicos alfonsinos, que tan mal se habían portado en abril, abandonaron su tradición liberal y sacaron la conclusión de que en España no podía funcionar una democracia. Pasaron a propugnar un régimen autoritario al estilo de los que se extendían por Europa. También algunos militares empezaron a conspirar, pero con una efectividad inferior incluso a la de las clásicas conjuras cuarteleras republicanas.
Con todo, el sector derechista ligado a la jerarquía eclesiástica, orientado por el diario El Debate, propugnaba una vía contraria a la monárquica, de acomodo, pacifismo y legalismo, esperando que los propios disparates de las izquierdas llevarían a éstas a perder el poder, y entonces sería el momento de plantear la reforma de la Constitución y otras medidas más acordes con la realidad social del país. A ese efecto se constituyó el partido de Acción Popular, eje de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), organizada ya en la primavera de 1933, a los dos años de inaugurada la República.
La opinión derechista sentía suma repugnancia a reconocer una república como la que se estaba construyendo, pero la línea auspiciada por la Iglesia suponía su aceptación de hecho, con todas las consecuencias prácticas. Como pronto se demostraría, esta línea de acomodo a la República se convirtió en la más respaldada, con mucho, entre la opinión derechista, quedando en minoría las posturas rebeldes. No obstante esta básica moderación, la izquierda hostigó desde el primer momento a Acción Popular, acusándola de fascista y de antirrepublicana, y ese hostigamiento iría in crescendo, a pesar de todas las pruebas en contra.
En estas circunstancias tuvo lugar el golpe del general Sanjurjo, en agosto de 1932. Al revés que a las agresiones contra los católicos, la bibliografía predominante da a este golpe el máximo relieve, considerándolo un ataque de la derecha a la República, corroborador de las conjuras organizadas desde el principio contra el nuevo régimen. Lo comparan a menudo con la insurrección socialista y nacionalista catalana de octubre de 1934. Pero esta imagen no resulta aceptable, por su olvido de hechos decisivos.
Ante todo, el golpe no era monárquico, aunque muchos monárquicos simpatizaran con él. Sanjurjo, casi siempre se olvida, había contribuido al advenimiento de la República en mucha mayor medida que los líderes republicanos, empezando por Azaña. Estando al cargo de la Guardia Civil de la Monarquía, se había negado a emplearla contra las incipientes manifestaciones, y enseguida se había puesto a las órdenes de los republicanos. Ello había revelado a la vista de todos la descomposición del anterior régimen y la oportunidad de tomar el poder sin más dilación. Todo indica que el propósito de Sanjurjo era sustituir a Azaña por un líder más moderado, casi seguramente Lerroux, que debía de saber del asunto más de lo que ha traslucido.
¿Por qué tomó Sanjurjo tal determinación? Se le han atribuido razones personales, al no haberle recompensado las nuevas autoridades con arreglo a sus servicios. Así viene a indicarlo el propio Franco, que se mantuvo al margen de la intentona. Probablemente había algo de cierto en ello, pero el general no podía pensar en triunfar sin el apoyo de una masa de opinión muy alarmada por los continuos desórdenes; y él mismo lo estaba, sin duda. En los motivos humanos suelen mezclarse muchos factores.
La organización del golpe resultó sumamente chapucera, y Azaña estuvo al corriente de ella casi desde el primer momento, manteniéndose al acecho como un cazador, según su propia expresión. Las izquierdas, en general, tenían un concepto desdeñoso de las militaradas, en parte por sus propias intentonas, y no ahorraban los sarcasmos al respecto. Como decía Largo Caballero, merecían ser representadas en un teatro de revista. Azaña también habla con sumo desdén de tales asechanzas. Podía haber desarticulado la conspiración, pero ello quizá habría encontrado dificultades a la hora de probar judicialmente los hechos, y prefirió dejarla desarrollarse hasta que Sanjurjo decidiera atacar, para aplastarlo entonces.
El cálculo se reveló muy acertado. La rebelión, aislada del grueso de la opinión y los partidos de derecha, se vino abajo con inusitada facilidad, al coste de 10 muertos, casi todos entre los sublevados. Por cierto que Azaña, para combatir a Sanjurjo, trajo por primera vez los moros regulares del Ejército de África a la Península, aunque no precisó emplearlos. En realidad pertenecían al Ejército español, y por tanto él tenía pleno derecho a movilizarlos, pero el mismo hecho le sería más tarde achacado a Franco como una imperdonable transgresión.
Así pues, tampoco puede hablarse, en relación con la sanjurjada, de un golpe "de la derecha", sino de un sector mínimo de ella, siendo repudiado por el sector principal. Justamente lo contrario de la insurrección del 34, organizada por los principales partidos de la izquierda y con el apoyo de casi todo el resto de ella.
Las izquierdas salieron, desde luego, muy robustecidas de la intentona de 1932, y emprendieron una represión abusiva, deteniendo a militantes derechistas y desarticulando sus organizaciones, aunque no tuvieran relación con el golpe, cerrando arbitrariamente decenas de periódicos y revistas y expropiando a terratenientes también ajenos a la sanjurjada.
Aun con esos excesos, también puede decirse que la democracia salió fortalecida, gracias a la mayoritaria moderación derechista. En cambio, la inclinación del grueso de las izquierdas por la guerra civil, en 1934, volvía imposible el funcionamiento democrático y dejó a la República malherida. Sólo una rectificación muy fundamental por parte de los revolucionarios y sus simpatizantes habría podido arreglar el desaguisado, pero, como veremos en su momento, la rectificación no tuvo lugar.
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