Respecto de lo primero, la decisión de Eisenhower de dejar entrar a los soviéticos en Berlín antes de que entraran sus propias tropas, estimando que no se podía permitir el lujo de perder 100.000 soldados americanos en una única acción, hizo recaer sobre testigos rusos el relato de los hallazgos hechos en el búnker. Y, si bien es posible que algunos archivos de los tiempos de Stalin, como una parte importante de los relativos a nuestra guerra civil, se abran a los estudiosos, parece muy probable que los acuerdos de Estado entre Rusia y Alemania, que preceden a la Segunda Guerra Mundial y se mantienen después de la caída de la URSS, impidan que se haga pública esa parte de la historia hasta que haya pasado mucho más tiempo, otro siglo, al menos.
Ni los testigos rusos, condicionados por la situación interna de su país, ni mucho menos los testigos alemanes, casi todos ellos fanáticamente fieles al Führer –y cuando se habla de esa fidelidad hay que pensar en el suicidio de los Goebbels con sus hijos–, dan garantía alguna. Sus versiones se contradicen, varían con el tiempo y, en ocasiones, dependen unas de otras: cuando uno de los nazis interrogados habla sin saber qué han dicho sus compañeros, dice una cosa; cuando se entera de lo que han contado por su lado cualquiera de sus socios, rectifica, recuerda algo nuevo o retrocede en lo que ha afirmado.
Cada uno de los que dicen haber presenciado la salida de los cuerpos de Adolf Hitler y Eva Braun del interior del búnker para su incineración en el jardín de la Cancillería hace un relato propio. Cuando se analizan todas las declaraciones, casi ninguno parece poder confirmar la identidad de los cadáveres, y ni siquiera hay acuerdo respecto de si Hitler iba envuelto en una sábana, en una alfombra o en una manta. En cuanto a Eva Braun, algunos coinciden en que no pudieron ver su rostro, cubierto por su propio cabello.
Por otra parte, colaboradores cercanos del Führer han dejado adivinanzas y no pocas pistas. De sus héroes del aire, muchos de los cuales no sólo sobrevivieron, sino que sirvieron al desarrollo de la industria aeronaval en Alemania y en otros países, Skorzeny negó haber participado en un rescate de Hitler (él, que había sacado a Mussolini del Gran Sasso), y la gran aviadora Hanna Reitsch, que salió del búnker el 29 de abril y abandonó Berlín en un avión, auguró que se tejerían leyendas en torno de su vuelo y dejó en el aire la gran cuestión. "¿No podría, tal vez, haber escondido a Hitler en algún sitio?", dijo en 1979.
Hugh Trevor-Roper, historiador y agente de la inteligencia británica, autor de Los últimos días de Hitler, un libro de divulgación escrito por encargo de Churchill, deja abierta la pregunta. Stalin estaba convencido de que Hitler había sobrevivido, y por lo que se sabe, que en su caso nunca es demasiado, J. Edgar Hoover podría haber sido de la misma opinión.
Ahora, editado por Belacqua, ha aparecido Ultramar Sur. La fuga en submarinos de más de 50 jerarcas nazis, de Juan Salinas y Carlos de Nápoli, dos grandes periodistas de investigación argentinos, autores de libros de riesgo. Salinas ha escrito un libro esencial: AMIA, el atentado. Quiénes son los culpables y por qué no están presos, un título que por sí solo, más allá de lo que se diga en la obra, atrae la fatwa. De Nápoli viene trabajando el tema nazi y anuncia para dentro de poco Magda y Goebbels.
Sobre el tema de los submarinos que llegaron a la Argentina con jerarcas nazis poco después de terminada la guerra, y con bienes de esos jerarcas un tiempo antes, se escribió mucho y mucho malo, poco ligado a la investigación, producto de la fantasía periodística, pero hay algunos títulos que son en sí mismos una biblioteca, como La auténtica Odessa. La fuga nazi a la Argentina de Perón, de Uki Goñi (Paidós, 2002), o La ruta de los nazis en tiempos de Perón, de Holger Meding (Emecé, Buenos Aires, 1999). A ellos se añade ahora la obra de Salinas y De Nápoli.
Iba yo a incluir en esta lista El cuarto lado del triángulo, de Ronald Newton, con cuyos datos me manejé en mi propio trabajo, pero la lectura de Ultramar Sur me ha disuadido de recomendarlo: Newton cuenta cosas ciertas, pero no toda la verdad; y en la Ceana, la Comisión para el Esclarecimiento de las Actividades del Nazismo en la Argentina, creada por Carlos Menem para lo que suelen crearse esas cosas, es decir, para generar historia oficial no conflictiva y atenta a intereses puntuales, y obstaculizar la investigación real, Newton fue redactor del informe final ("un bochorno nacional", escriben Salinas y De Nápoli) y afirmó que sólo dos y nada más que dos submarinos, cuya existencia no se podía negar porque los vio todo el mundo en su día, llegaron al Plata en 1945.
Se puede estar o no de acuerdo con algunas visiones políticas de los autores de Ultramar Sur, con quienes me encantará discutir la entrada de los Estados Unidos en la Gran Guerra y la política del presidente Woodrow Wilson, por ejemplo; pero no hay duda de que estamos ante una obra de gran calado, en la que no se juega a imaginar, sino que se documenta y expone reflexiones imprescindibles para comprender varios de los nudos que permanecen atados desde 1945, en parte por la ulterior Guerra Fría.
La recomiendo francamente: creo que es un libro que debería estar en la biblioteca de todo el que se interese por la historia.
Ultramar Sur, como La auténtica Odessa y La ruta de los nazis, y los trabajos de Jorge Camarasa Los nazis en la Argentina (Legasa, Buenos Aires, 1992) y Odessa al Sur (Planeta, Buenos Aires, 1995), viene a confirmar lo que los novelistas han sostenido y divulgado desde los años 50: una parte sustancial de la jerarquía nazi sobrevivió. Pero sólo Ultramar Sur apuesta, y con numerosas y atendibles razones, por el corolario de esa afirmación: Hitler, cuyo cuerpo jamás fue encontrado, sobrevivió.
Churchill, que reaccionó muy mal ante la noticia de la ejecución de Mussolini, hubiera querido, literalmente, ver muerto a Hitler. Mussolini fue fusilado porque los Aliados sabían que aún tenía porvenir político, que la derrota en la guerra no había bastado para acabar con él y que se corría el riesgo de que tuviera una influencia decisiva en la transición de posguerra, pactada entre los comunistas y el recién nacido partido democratacristiano de De Gasperi. Fue parte de la operación combinada para Italia entre Roosevelt, Lucky Luciano y Stalin, que no tenía el menor interés en un Gobierno comunista en Roma.
Hitler, en cambio, era un cadáver político, no hacía falta que fuera un cadáver real, de modo que cabe conjeturar que, si las organizaciones clandestinas de los nazis después de 1945 hubiesen deseado preservar su vida, es probable que los Estados occidentales hicieran la vista gorda, como en tantas otras cosas. Y no se trata de hacer conspirativismo histórico, como demuestran los autores de Ultramar Sur, sino de atender a la realidad sin prejuicios.