Con el corazón todavía encogido por la tragedia de los atentados contra los Estados Unidos, me enteré de que acababa de morir en Madrid, víctima de una endocarditis aguda, Teresa Gracia, dramaturga, poetisa e intelectual comprometida, en el mejor sentido de la palabra, es decir, en el moral. Teresa nació en Barcelona en 1932 y tomó el camino del exilio con su familia en 1939. Ya mayor, contaba a sus amigos la manera en que su madre, una anarquista a la antigua usanza, ingresó voluntariamente en los campos de refugiados franceses; quería que ella y su hija tuvieran el mismo destino que sus desdichados compañero de destierro. Esta anécdota ilustra de manera significativa el rigor moral de la educación que recibió Teresa Gracia y que la convirtió en una persona singular, desde cualquier punto de vista.
La primera etapa de su exilio la vivió en Francia, y en París, siendo muy joven, conoció en un café al cineasta Eric Rohmer, quien la convirtió en la protagonista de una de sus primeras películas, Berenice. Ahí está inmortalizada Teresa, en el apogeo de su belleza. Después vivió sucesivamente en Venezuela y en Italia, donde trabajó en la sede de la FAO, en Roma, desde 1969 hasta que, en 1980 regresó definitivamente a España, concretamente a Madrid, tras jubilarse como funcionaria internacional por razones de salud.
Aquí es donde tuve ocasión de conocerla y de frecuentarla, en aquella tertulia que durante los años setenta y ochenta aglutinó, en el ya inexistente café Lyon de la calle de Alcalá, a personas tan heterogéneas como Rafael Sánchez Ferlosio, Carlos García Gual, Soledad Puértolas, los jovencísimos poetas, todavía inéditos –Andrés Trapiello y José Manuel Bonet– y la que esto escribe, entre otros, más o menos habituales, y algunos visitantes ocasionales, como Federico Jiménez Losantos o José Miguel Ullán por ejemplo. Ya no recuerdo quién nos trajo a Teresa Gracia a la tertulia, tal vez su marido, el periodista José Luis Muñiz, que fue uno de los primeros directores de “El país” (y que falleció poco después), pero desde ese momento se convirtió en fija. Desde el principio me llamó la atención un rasgo que no todos los tertulianos compartían: su radical independencia ideológica. Teresa era una liberal nata y sus certeras opiniones contra ciertos dogmas “progres” escandalizaban a más de un asistente.
Su obra, escrita en la más absoluta soledad y ajena a cualquier trapicheo literario, empezó a ver la luz en editorial Pre-Textos de Valencia, que también estaba en sus inicios. Ahí salieron dos poemarios: Destierro, con prólogo de María Zambrano (1982), Meditación de la montaña: liras (1988) y una obra de teatro, Las republicanas. En 1992 publicó en la editorial Endymion las obras de teatro Casas Viejas y Una mañana, una tarde y una vida de la señorita Pura. De todos sus libros, notables, en más de un aspecto, creo que el más representativo de su estilo sobrio y depurado es el titulado, de manera harto elocuente, Cuarenta y tantos sonetos al soneto: manifiesto contra el verso libre (Huerga y Fierro, 1997).
Por sus hijos, Rafael y Raimundo, he sabido que Teresa había presentado recientemente otra obra de teatro a un concurso literario, aún no resuelto y que existen, además, unas cuantas novelas, evidentemente inéditas, que había ido escribiendo durante todos estos años en los que su larga enfermedad y su carácter, bastante reacio a las demostraciones públicas, la mantuvieron recluida en una fértil, y espero que libremente asumida, soledad.
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