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Juan Carlos Girauta

Revolcándose en la charca

Posan satisfechos, orgullosos de lo progres y solidarios que son, junto a gentuza que quema banderas israelíes y que apedrea la embajada de una nación democrática de siete millones y medio de habitantes rodeada de más de mil millones de enemigos.

El cine español, al cosechar tan pocos éxitos de público, recurre a la mendicidad conocida como subvención cultural, la mendicidad más antipática porque los pedigüeños nos insultan, nos dan continuas lecciones morales y no nos dejan opción: hay que darles el dinero sí o sí. Los que se hacen caca cuando hay que condenar a la ETA y homenajean con flores a abogadas batasunas, los que guardan criminal silencio en San Sebastián pero escupen ira feroz por lejanas guerras que no les salpican, los que acusan a su Gobierno de golpes de Estado si su Gobierno no es del color que apetecen, los que ven lobbies por todas partes cuando el más influyente lobby nacional es el suyo han puesto sus caritas al servicio propagandístico de una manifestación cuyos postulados encajan como anillo al dedo con los de la organización terrorista Hamas, no con los del presidente palestino; con los del Irán que niega el Holocausto, no con los del pueblo palestino; con los de quienes quieren destruir Israel, no con los de quienes desean la paz de dos Estados.

Posan satisfechos, orgullosos de lo progres y solidarios que son, junto a gentuza que quema banderas israelíes y que apedrea la embajada de una nación democrática de siete millones y medio de habitantes rodeada de más de mil millones de enemigos. A la verja que detuvo las carnicerías de los autobuses y los restaurantes la siguen llamando "muro", cuando lo es en menos del 5%. Siguen pues mintiendo, revelando el deseo de la vuelta al estado anterior, el de desprotección absoluta de los israelíes frente al terrorismo suicida. La manifestación antijudía de Madrid ha incurrido en las dos ignominias paralelas de acusar a Israel de genocidio y de servir un tanto propagandístico impagable a Hamas. Su precedente inmediato estuvo en la manifestación del sábado en Barcelona, donde un embozado esgrimió una pistola a pocos metros del conseller de Interior y del pacifista Lluís Llach. El servicio de orden no llamó a la policía, no identificó al pistolero, no le apartó el pañuelo de la cara, no lo retuvo. Se limitó a rogarle que guardara el arma, y el tipo pudo seguir manifestándose junto a los socialistas y ecocomunistas catalanes. Es difícil creer que el conseller Saura acudiera al acto sin policías. Ninguno intervino cuando apareció la pistola. ¿La consideraron una pistola amiga?

En las pacíficas y ejemplares manifestaciones del PP o de las víctimas del terrorismo, la prensa pone la lupa en busca de una bandera preconstitucional que les permita desacreditar a centenares de miles de personas, cuyo contacto con algún nostálgico franquista los convierte, por lo visto, en fascistas peligrosos y desvirtúa sus exigencias. Pero el problema ya no es el del doble baremo. Es mucho peor. Es la mezcla de gobernantes de izquierda, partidos de izquierda y parásitos de lujo de izquierda, en una sola familia, con el antijudaísmo violento de los que queman banderas, apedrean embajadas y exhiben pistolas.

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