Si Al Gore sigue con sus giras, el efecto invernadero llevará su nombre. No se mueve sin su jet: 20 toneladas de CO2 en una semana. Sumándole lo que han emitido sus minas de cinc durante el mismo período, posiblemente estemos ante el principal desencadenante individual del Apocalipsis que nos vende. A ver si va a tratarse de una profecía autocumplida. Carecería de la inconsciencia y la fatalidad de Edipo, pues la moto de Al Gore es un negocio personal y político plenamente deliberado.
Por estupenda que se ponga la nueva Inquisición, nadie sabe si los aproximados 0’7 grados centígrados de incremento de la temperatura en la superficie terrestre del último siglo son achacables en todo o en parte a la mano del hombre. Pero si así fuera, Gore ha hecho méritos sobrados para simbolizar a ese perverso ser humano.
Extrañamente, los que creen en la teoría catastrofista que está haciendo de oro al ex vicepresidente de los Estados Unidos, lejos de afearle lo anterior y reprocharle que se opusiera al Protocolo de Kyoto, lo ascienden a los altares paganos del cochambroso Nobel de la Paz y del prisaico Príncipe de Asturias, le organizan conferencias multimillonarias de veinte minutos, lo exhiben como nuevo profeta y logran que el Gobierno español le compre, con un notable sobreprecio, la moto: un film gore para intoxicar, aterrorizar y programar a los niños españoles.
Nunca nadie ha entrado en mayor contradicción con sus postulados. Nunca antes la progresía ha sido menos exigente con uno de sus iconos. Aunque esos pájaros son capaces de venderte al Che Guevara como un benefactor de la humanidad, al menos se ven obligados a buscar justificaciones para sus fusilamientos: cosas de la revolución, y tal. Con Al Gore es distinto: la enormidad de sus incongruencias es obviada, no se ve, no cuenta, no aparece.
Ni muchísimo menos la comunidad científica es unánime en su atribución al hombre del cambio climático, que ha existido siempre y que siempre existirá hasta que llegue el equilibrio termodinámico universal y la entropía culmine sus efectos. Muchas de las conclusiones alcanzadas por los políticos del Panel Intergubernamental del Cambio Climático han sido desmentidas por los científicos cuyas investigaciones fueron tomadas como fuente, convenientemente tergiversadas. La cantada unanimidad no existe, pero si se atreve usted a afirmar esta verdad incómoda (je) le colgarán la etiqueta infamante de “negacionista”.
Es especialidad del progre colgar etiquetas para convertir los necesarios debates en festivales de descalificación sectaria. Pero escoger el nombre que designa a los negadores del Holocausto para acojonar a cuantos no se plieguen a su campaña irracional y anticientífica –con agenda política oculta– es una canallada sin parangón. La única respuesta proporcional es tildarlos a ellos, empeñados en aterrorizarnos, de terroristas.