Ordenan a los funcionarios de Hacienda retirar cualesquiera objetos personales de sus lugares de trabajo, trátese de retratos o muñecos, de talismanes o chupetes, de toritos, tapetes, zapatitos de bebé o bailaoras. Qué insensatez. La variopinta parafernalia kitsch que la Agencia Tributaria (ajena al cuarteamiento autonómico y casi a la mismísima Transición) extiende por la piel de toro, es el último reducto de humanidad en verticales desiertos de moqueta al por mayor, orgías de Fórmica, madera conglomerada desconchada, falsos techos de placas sesenta por sesenta (con las guías vistas), mamparas de melamina imitando madera, fluorescentes parpadeantes.
Cuando entro en las guaridas de los publicanos presto atención a mis constantes vitales. Un afán científico espolea mi curiosidad: el de comprobar qué siente exactamente un animal antes de ser asaltado. Más allá del sudor frío, las risas nerviosas y los amagos de depresión por la peculiar estética descrita supra, nada saco en claro. Paso entonces de la ciencia a la literatura, y ahí está Kafka para acompañar el estupor de cuantos alguna vez hemos sido absorbidos, desustanciados y escupidos por la ávida maquinaria del Estado. Pero Kafka exige funcionarios, ni que sea para callar. ¿Dónde habitan los publicanos y sus subalternos, los seres de carne y hueso que debieran calentar las sillas de forro deshilachado? ¿Dónde fueron? ¿Qué se hizo?
Fueron a desayunar, caramba, o a tomar el tercer cafelito, o a la farmacia por Utabón, o a la tintorería por la pelliza, o a comprar lapiceros de colores para el niño, o a sacar cuarenta euros del cajero automático y entradas para el cine, o a escoger chirimoyas, o a darse un masaje, o a sellar la quiniela. Solos ante la imponente ausencia, enfrentados al más espantoso vacío y perseguidos por una voz interior que nos advierte "Te lo van a quitar todo y ni siquiera les vas a ver la cara", contábamos al menos con el consuelo último de la parafernalia, una ilusión social a lo Jack Nicholson en el bar del hotel de El Resplandor, la bendición de "objetos personales" que un perverso director general se dispone a erradicar. Gusta el moribundo de una mano que estreche la suya; si no es posible, se aferrará a cualquier objeto y lo trocará en símbolo. Del mismo modo, escrutamos los contribuyentes con ansiedad las frías oficinas en busca de sonrisas, o al menos de miradas, o al menos de muecas, perfiles, sombras, ecos. Nada. Nos quedaban los llaveros de los ausentes, sus monitos de peluche como salvavidas. También nos los arrebatan. Nos tragará la desolación.