Sí señores. La verdad es que los que mandan nunca se han caracterizado por el buen ejemplo que ofrecen con sus conductas a los mandados, pero esta vez el presidente del Gobierno se ha pasado, como dicen los todavía jóvenes, al menos tres pueblos. Ni más ni menos que el pasado miércoles se presenta ante el poder legislativo de la Nación para hacer balance de sus seis meses de presidencia de turno europea –sólo de turno podía ser la presidencia– y ello sin contar con ningún aval, con ninguna contrastación, con ninguna certificación que pudiera aseverar que lo dicho en aquella sesión coincidía con la realidad.
Los sujetos privados en sus actividades empresariales, a poca dimensión que tenga la empresa, o simplemente, cuando pretenden que se les crea por la Administración, por los Bancos para acceder al restringido crédito, por los proveedores o por los clientes, se ven obligados a presentar las cuentas de sus actividades debidamente auditadas por profesionales reconocidos y habilitados para ello a fin de asegurar que lo que allí se dice coincide con la realidad que representa, siguiendo para ello las normas y procedimientos contables establecidos.
Pues bien, el señor presidente, que gestiona una gran empresa llamada España, se presenta ante los españoles a pecho descubierto para en un torrente de palabrería manejar un incensario –eso sí, incensario para ceremonias laicas– con el que envolverse en aroma de la preciada resina, como quien con ello pretende dejar constancia pública del halo de santidad que le asiste. Siente que todos le admiran, todos le respetan, todos se miran en él como referente del que obtener información y modelo para sus propias conductas. Y, cuando se habla de todos, el presidente quiere decir todos, sin excepción. Es Europa, la que se ha visto beneficiada por su saber y por su hacer, por su estrategia y por su prudencia, por su agudeza y por su serenidad para prever lo que los demás no prevén, y alcanzar lo que para los demás es inalcanzable.
Pero no sólo es Europa, es América –desde Alaska hasta el estrecho de Magallanes, cuanto menos– el oriente lejano y próximo, el continente de las antípodas, en fin, ya lo he dicho "todos", fueron algo antes de Zapatero pero son algo distinto y más grande después de él. Su gestión al frente de Europa ha marcado un hito en la historia del universo mundo. Pero lo que ocurría el miércoles en las Cortes –y el problema es que alguno escuchaba y hasta parecía que se lo tomaba en serio– es que todo aquel caudal de vocablos con los que se identificaban las cuentas del balance no eran coincidentes con lo que conocían los allí presentes, y menos aún con lo que tienen en la memoria los españoles de a pie que, por desgracia para él, no son tan tontos como parece suponer, ni tan desinformados como a le gustaría que fueran.
El pueblo español, recuerda avergonzado, aquel comienzo glorioso y campanudo en el que el señor Rodríguez Zapatero fue a explicar a sus colegas europeos cómo había que afrontar la crisis y qué medidas tomar para salir de ella, cuando hubo que recordarle que su país estaba hundido y que él no sabía ni por dónde empezar. Por ello, cuando le oía el miércoles aquellas cosas, sólo vino a mi mente la grandeza de la misericordia de Dios que sume en la amnesia más profunda a quien más la necesita.
Europa, sobre todo esa Europa central y nórdica –no sé dónde colocar a Francia, aunque en esto puede integrarse en esos bloques–, como se toma las cosas más en serio que nosotros, que somos más relativistas y, también, aunque laicos, más providencialistas, captaron inmediatamente al presidente que les había tocado por turno. Hay que reconocer que nosotros tardamos más; algunos siguen engañados, pero creo que los primeros en despertar tardaron casi un año en hacerlo.
El criterio que les merecía el nuevo presidente era el que hizo que, cuando había que decidir lo que había que hacer en materia financiera en la Unión Europea, sin pensárselo un minuto, se reunieron la canciller alemana y el presidente francés, y al de turno de Unión: a nuestro desdichado ZP, ni le avisaron. ¿Para qué le iban a avisar? Su presencia corpórea en Europa, cuando era el caso, se producía para hablar del viento, como titular de un derecho de propiedad de amplio espectro. Sus odas al medio, a las civilizaciones y sus alianzas –hasta ahora a bombazo limpio– al entorno cultural en el que nacen y crecen los europeos, enternecían a los admirados líderes de los países europeos; una ternura que se quebraba cuando recordaban que estaban perdiendo el tiempo.
Era tanto el respeto y admiración que le profesaban que un día, siendo él presidente, le sentaron y le dijeron lo que tenía que hacer si quería seguir en este club que llamamos Europa. Y así empezó, titubeante, a hacer algo, aunque convenía que no se notara demasiado aquí adentro. ¿Sería suficiente para satisfacer a Europa? Se preguntaba constantemente la vicepresidenta Salgado, mientras que el regreso era siempre con la calabaza puesta. Con el fariseísmo que caracteriza a toda la política, hace sólo unos días le han dicho aquello de que va por buen camino pero que hace falta más. Es decir, aquello que en los escolares se califica como que progresa adecuadamente(PA). ¿Cómo es posible? ¿Será que Europa no ha calado en la profundidad de este español excepcional?
Pues bien, créanme, de todo esto, y de un largo sin fin de éxitos semejantes de él y de sus ministros –Salgado, Moratinos, Blanco, Sebastián, Corbacho, etc.– no advertí nada en el balance que presentó ZP el pasado miércoles en el Congreso de los Diputados. Miren si el balance tenía poco sentido de lo real que, además de no haber sido sometido a auditoría, ni siquiera había forma de saber si el saldo de la cuenta de resultados estaba en el activo o en el pasivo. Él no sé si lo sabía y quería ocultarlo, nosotros, muchos, sí que sabemos que estaba en el activo, es decir, arrojaba claramente pérdidas. Unas pérdidas que lo malo es que no las sufrirá él, sino de España.
La cuestión, ahora que ha terminado esa pesadilla, es cuánto tardará España en recuperar la dignidad y la credibilidad perdida. Como no cambien otras variables, temo que la cosa va para largo. ¡Dios no lo quiera!