La primera manifestación del nuevo presidente de la Comisión Europea ha ido en la dirección opuesta a lo que a me hubiera gustado oír. Bien es cierto que lo que a mí me gusta no necesita gustarle a nadie más, y menos aún al presidente de la Comisión Europea.
Se preguntarán el porqué de mi contrariedad con el Sr. Jean-Claude Juncker. La realidad es que empiezo a estar harto, y ahí espero que me comprendan, de que cuando un político con poder –me es indiferente que lo sea a nivel municipal, autonómico, estatal o europeo– tiene a mano un micrófono lance un mensaje inapelable, venga a cuento o no, de gastar más de lo que ya venía gastándose.
Me da la impresión de que supone una mejoría notable sobre el presidente saliente, pero por ello veo mis aspiraciones frustradas. Por mucho que le doy vueltas en estas últimas cuarenta y ocho horas, no entiendo esa adicción al gasto. Más aún, cuando estamos ante un gasto de recursos que no son suyos, que son de los contribuyentes.
Para edulcorar ese plan de gastar 300.000 millones de euros ha utilizado dos argumentos igualmente falaces. Uno es que se trata de financiar un plan de inversiones en infraestructuras; como si, dicho eso, todo el mundo tuviera que reverenciar la genial idea del señor presidente. El español de a pie reaccionaría con rapidez ante el plan propuesto aportando su experiencia de grandes estructuras zapateriles –carreteras, aeropuertos, líneas de AVE, etc.–, unas sin vehículos que circulen por ellas, teniendo el Estado que rescatarlas; otras, convertidas en monumentos a la insensatez, sin vuelos que les den sentido; y otras más que, circulando por sus carriles a alta velocidad, acumulan pérdidas, sin que los operadores acierten a saber cómo pueden reducirlas.
El otro argumento, tan gratuito como el anterior, es que la financiación se hará sin tener que apelar a la deuda pública europea. Para que esto fuera así, manteniéndose todo lo demás igual, es decir, cumpliéndose los compromisos de financiación anteriores, tendríamos que suponer que los ejercicios anteriores se han liquidado con un superávit que se destinaría a la financiación del nuevo plan.
Dado que esto no es así, sólo cabe desviar fondos de las líneas actuales, tanto de los fondos estructurales como de las disponibilidades del Banco Europeo de Inversiones, para asignarlos al nuevo plan. Si este fuera el caso, pregunto yo: ¿por qué se financiaba algo que no importaba dejar de financiar? En otras palabras, señor presidente, que a mí no me salen las cuentas.
¿Por qué no ha empezado usted hablando de racionalizar y reducir el gasto de la Comisión? Y, puesto a ello, ¿por qué no ha invitado a unirse a esta idea a sus colegas de los poderes legislativo y judicial? ¿O estamos ante la erótica del gasto, que, por naturaleza, es irrefrenable?