Cuando se desencadenó definitivamente la crisis, en otoño de 2008, florecieron los diagnósticos morales que nos machacaban con la idea de que todo aquello era culpa de nuestra avaricia, de nuestra codicia, de nuestro egoísmo. Era una crisis de valores tanto como una crisis económica, y de pronto todo el mundo andaba preocupado con las virtudes, sobre todo las privadas.
Aquello resultaba altamente sospechoso, porque, al final, la mayor parte de aquellos neo moralistas acababan preconizando una mayor intervención del gobierno, como si los políticos y los administradores poseyeran una clave moral de la que los demás carecíamos, y sólo una mayor intervención gubernamental y administrativa nos pudiera rescatar de nuestros pecaminosos desvaríos.
Así era como los sermones acababan exaltando al difunto Keynes, y como Keynes, tan celebrado en su milagrosa resurrección, vino a avalar otra vez políticas socialistas que consiguieron el respaldo de todos los partidos. El resultado era de prever. Sin haber salido de la crisis primera, nos han metido en otra aún más profunda de la que nadie sabe cómo salir porque nadie sabe de dónde sacar el dinero que se requiere para pagar las fantasías morales de aquellos neokeynesianos enfebrecidos.
Entre las consecuencias colaterales de la deriva está el descrédito completo de los políticos. Cuanto más se envolvieron en el lenguaje de la moral para justificar su nuevo poder, menos credibilidad tienen ahora. Aún les queda algo de la ficción de lo "público" que en la práctica, como en todas las economías socialistas, es al mismo tiempo patrimonio de las oligarquías y un recurso cada vez más precario por la ineficacia del sistema económico. Les queda, en otras palabras, la inercia de la costumbre, que al ritmo al que vamos parece que durará poco.
Y sin embargo, la crisis inacabable en la que nos encontramos es también una ocasión para volver a articular –en la medida de lo posible– el mundo de la acción política con el mundo de la moral. Hemos vivido en una ficción que se está desplomando ante nuestros ojos. Los gobiernos no pueden permitirse ya lo que hasta ahora se han permitido: ni los lujos para los políticos, ni los derroches culturales, ni actividades que se decían esenciales y eran pura y simple compra del electorado. Se ha terminado la fábula de los gobiernos todopoderosos, que tenían en su mano la solución de los problemas, la creación de derechos, la felicidad de sus súbditos.
También se han acabado algunas fantasías. Como es fácil de entender, sólo volverá a haber trabajo cuando aceptemos que tenemos que trabajar más... por bastante menos. Que los precios están disparatados. Que nuestra educación, nuestra salud y nuestras pensiones son responsabilidad nuestra, no de los políticos. Que los mileuristas no son seres explotados, sino personas que se ganan muy dignamente la vida, que los inmigrantes no han venido a España para que los españoles nos tumbemos a la bartola o que hay que estudiar para sacar un título, sea cual sea este.
La verdad es que no sé por qué se tiene tanto miedo a afrontar lo que tenemos por delante. ¿Tanto nos gusta vivir en la mentira? ¿Tan terrible es un mundo en el que asome un poco la realidad de las cosas?