Edward Kennedy era un auténtico ídolo para la izquierda norteamericana. Su sueño, repetido una y otra vez en entrevistas no muy brillantes y en discursos de retórica en general poco convincente, era reformar a fondo la sociedad norteamericana ampliando el papel del gobierno. Nunca dejó atrás su creencia en el Gran Gobierno, y la realidad, en parte, le ha dado la razón. Desde 1962, cuando llegó por primera vez al Senado para quedarse hasta hace pocos días, Estados Unidos ha cambiado profundamente, y en buena medida en el sentido que Edward Kennedy preconizó desde un principio.
Pero si Edward Kennedy ha sido en parte agente de este cambio, lo fue de un modo particular. Sin abdicar de sus convicciones, fue uno de los hombres más dispuestos a pactar con los republicanos de todo el Partido Demócrata. En los principios, mantenía sus grandes ideales. En la realidad, practicaba el pragmatismo, la negociación y el acuerdo. En los años 70, apoyó la desregulación del transporte, por ejemplo. En los 80 cultivó la amistad con Reagan, a quien apreciaba. Muchos años después, seguía pactando con los republicanos la ley de reforma de la educación de la administración Bush y más recientemente volvió a negociar con John McCain una ley sobre inmigración cuya derrota en el Congreso todavía andan lamentando algunos en el Partido Republicano.
Edward Kennedy representa así la apoteosis del centrismo, esa posición política difícil de definir pero en la que el saber político más extendido suele cifrar las virtudes de la eficacia de la acción pública, e incluso su posibilidad, porque –como se sabe más que sobradamente aunque la experiencia no siempre lo corrobore– sólo desde el centro se alcanza el poder.
Es legítimo, en consecuencia, preguntarse cuáles son las condiciones de ese paradigma del centrismo tal como quedó plasmado en la figura y la acción de Edward Kennedy.
A diferencia de sus dos hermanos, no era un hombre carismático ni un gran seductor. Este rasgo de carácter corrobora la idea de que el centro es el espacio por excelencia de los personajes grises, pero esto más parece un prejuicio que otra cosa. Siendo verdad que en los extremos abundan los carismáticos, también lo es que en el centro abundan los personajes difíciles de encasillar, desde McCain a Adolfo Suárez, sin ir más lejos. Lo que se pierde en carisma se gana en carácter.
Además, si es verdad que Edward Kennedy consiguió influir significativamente en la política norteamericana en una época en la que sus ideas políticas estaban en retirada, también lo es que siempre fue leal a sus convicciones, aunque estas no llevaban aparejado nada parecido a una ideología. Esto lo podría haber encasillado en la corriente de radicalización en la que se atrincheró buena parte del Partido Demócrata desde los años setenta. No fue así. Sin perder su carácter icónico entre el electorado demócrata, supo mantenerse en una zona que le permitió la negociación y en última instancia la influencia en la realidad.
La explicación, probablemente, resida en la independencia de la que disfrutó con respecto a su propio partido. Tenía a su favor el apellido, que le blindaba la autonomía o el cacicato, y el respaldo de un electorado que le aseguró su puesto en el Senado, fuera de cualquier imposición partidista. Este grado de apertura y democracia real, propio del sistema norteamericano, ha propiciado el surgimiento de figuras excéntricas y al mismo tiempo centristas, como McCain, Schwarzenegger y en parte, Clinton, por citar sólo nombres recientes. Así que lo del centro, por lo menos en el caso norteamericano, no parece ser cuestión de una opción ideológica de partido, sino de unas reglas institucionales favorables a la aparición de figuras ajenas al aparato partidista.
Después de muerto está protagonizando un vodevil, de carácter algo centrista también. Cuando el gobernador de Massachusetts –el Estado de los Kennedy– era republicano, los demócratas se empeñaron en que no nombrara al senador del Estado, como es costumbre cuando fallece uno en plena legislatura. Ahora que el gobernador es demócrata, quieren que vuelva a nombrarlo el gobernador.