La sensación de que Europa está muerta cunde por doquier desde hace ya bastante tiempo. Es posible que si precisáramos un poco más el significado de la palabra Europa, el cadáver no lo pareciera tanto, e incluso tuviera mejor pinta. Si por Europa se entiende las instituciones y la maquinaria política de la Unión Europea, el diagnóstico varía según las perspectivas. Si tomamos en cuenta la repercusión que tiene en la vida de los europeos y su crecimiento en funcionarios, edificios, instituciones y normativas, habrá que reconocer que está en excelente salud. Nunca ha producido más reglamentos, más directivas, nunca han tenido tanta importancia en las legislaciones nacionales, nunca ha habido más gasto –inútil– en europarlamentarios, ayudante/as de europarlamentarios, dietas, ayudas, pensiones, traductores, intérpretes y administrativos.
En cambio, si medimos las consecuencias exteriores de esa Europa tan abundante en burócratas, funcionarios y productos normativos, la perspectiva linda con lo catastrófico. Europa no cuenta en el mundo. No tiene una política exterior unificada. Cuando la consigue nadie le hace caso, como ha ocurrido en Copenhague, y cuando alcanza cierta relevancia es porque un político nacional –como está ocurriendo ahora con Sarkozy– decide imprimir al fiambre algo de corriente eléctrica, casi siempre derivada de los intereses propios.
Este hecho, difícil de discutir, puede ser considerado positivo o negativo. A algunos les parece un desastre, a otros no nos parece tan mal. ¿Valen la pena los sacrificios que tendríamos que hacer para que "Europa", ente político inexistente hasta la fecha, tuviera una voz y unos intereses comunes? ¿Y por qué considerar un fracaso lo que no es más que la consecuencia lógica de una realidad, como son las naciones, que no se prestan fácilmente al cambio?
Así que no tenemos por qué lamentar el fracaso de "Europa", al contrario. Que las naciones –excepto España, al menos por ahora– se estén mostrando mucho más resistentes de lo que algunos burócratas y bastantes progresistas suponían es una excelente noticia. Indica también un movimiento en otro sentido: y es que la gente, en los países europeos, es más consciente de su identidad y se aferra más a sus costumbres, a lo que siente como propio, de lo que esas mismas elites burocráticas y progresistas supusieron.
Claro está que esta resistencia puede ser utilizada para meter miedo, aumentar la dependencia y multiplicar los burócratas parásitos y sus clases pasivas. Ahora bien, también indica una resistencia a dejarse uniformizar, ni siquiera en nombre de algo en principio tan importante y serio como ha sido siempre Europa, pervertida ahora en ese ente utópico e hipertrofiado. Resulta que en Europa, nadie quiere dejar de ser lo que es para ser "europeo" (excepto, otra vez, una parte de la sociedad española, embarcada en su conjunto en un extraordinario experimento de desnacionalización, bastante esquizofrénico, por otro lado, porque en cuanto a fidelidad a lo nuestro somos igual que todos).
Así que la presidencia europea de Rodríguez Zapatero promete grandes momentos. Rodríguez Zapatero representa al único país que todavía cree (o finge que cree) en "Europa". Él mismo debe de ser de los pocos que todavía tiene su alma en el almario (no confundir con otro vocablo) "europeo". Antes nos decían que éramos excepcionales por estar de este lado de los Pirineos, léase África. Resulta que si somos excepcionales, es por nuestro europeísmo gregario y consensual. Vamos a rehacer la unidad europea, como antes de la paz de Westfalia, pero en vez de los Tercios de Flandes, Rodríguez Zapatero blandirá sus eslóganes superprogresistas y megapostmodernos. Nos las darán por todas partes.